A semejanza de esos vodeviles chuscos y de libreto previsible que al final se salvan por el buen oficio de los secundarios, en la comedia de la inmersión lingüística, un clásico de cada temporada llegadas estas fechas, solo brilla un figurante, en apariencia marginal: el pobre José Montilla. El resto del cuadro de actores, desde el airado Artur Mas hasta los nietos putativos del Cid, apenas representa otro cansino déjà vu, mera rutina escénica sin mayor interés. Así, al modo de la liturgia circense propia de la lucha libre americana, cuanto más se increpan y desafían los furibundos contendientes, más evidente se revela la ficción y el tongo.
El español, que lleva treinta años proscrito en todas las aulas catalanas, por supuesto, continuará prohibido en la plaza después del 20-N, cuando Madrit vuelva a mirar hacia otro lado igual que siempre ha hecho. Pero, mientras tanto, procede mantener entretenido al respetable público con autos, sentencias, muy compungidas proclamas patrióticas y no menos sentidas promesas gramáticas. Ya se sabe, exigencias del guión. Aunque únicamente don José, decía, consigue darle alguna brizna de interés a la función. Montilla. Toda su vida ha encarnado el hombre un arquetipo más trágico que cómico, el del charnego agradecido, esa figura tan patética, si bien en el fondo enternecedora. Un personaje ridículo y conmovedor al tiempo que asienta su fundamento psicológico en el definitivo autodesprecio.
Coherente con ese cuadro clínico y a imagen de aquellos capataces meridionales que jamás dejaban de sacarse la gorra en presencia de sus señoritos, el líder del PSC ha aplaudido la insubordinación de la Generalidad al mandato de los tribunales. Sin duda, le angustia la mera posibilidad de no poder perseguirse a sí mismo. Cómo entender, por lo demás, que el tío Tom fuera inmortalizado en una novela y, en cambio, Montilla aún a día de hoy sea un personaje en busca de autor. Lluís Aracil, el filólogo que inspiró la inmersión antes de pasarse él mismo a la disidencia, ha augurado que pronto llegará el hastío frente a la religión catalanista. Pero cuando ese instante arribe, asegura, la acción subliminal sobre el inconsciente de toda una generación habrá supuesto una devastación irreparable, al haber interiorizado sus víctimas el lazo sagrado entre lengua, terruño e identidad. Por narices.