Cuando a finales de los años 20, George Burr y su mujer Mildred Lawson se tuvieron que trasladar de la californiana universidad de Berkeley a la universidad de Minnesota, quizás no eran del todo conscientes que aquellas ratas de laboratorio que llevaban en aquel largo viaje en coche iban a ser parte de una revolución que ellos mismos protagonizarían: el descubrimiento de los ácidos grasos esenciales. Aunque inicialmente se consideraron una vitamina semejante a la E, y de hecho se les denominó vitamina F, posteriormente la evidencia demostró que esas sustancias eran más parecidas a la grasa que a una vitamina. Dado que además eran nutrientes esenciales (no los puede generar el propio organismo), acabaron llamándose ácidos grasos esenciales. Ralph Holman –quien había estudiado con Burr–, demostró en los años 50 junto con su discípulo Widmer que existen dos grandes grupos de ácidos grasos esenciales: Omega 6 y Omega 3.
En 1979 Ralph Holman fue consultado para ayudar a una niña de seis años víctima de un disparo accidental en el estómago, y llamada Shawna Renee Strobel. Gran parte de su colon e intestinos tuvieron que ser extirpados, y Shawna empezó a ser alimentada por vía intravenosa. Uno de sus doctores, Terry Hatch, sospechó que los problemas que estaba desarrollando esa niña se debían a aquella nutrición, ya que empezó a sufrir de entumecimiento y debilidad en sus piernas, a veces acompañada de pérdida de visión. Aquí es donde entró en escena Holman, a raíz de lo cual aquella niña pasó a la historia de la literatura científica como la primera paciente diagnosticada con una deficiencia de Omega 3. Por cierto, aquel éxito de Holman en realidad estuvo rodeado de un amargo recuerdo. El recuerdo de la muerte de su madre en 1962 cuando estaba siendo alimentada por vía intravenosa. Holman posteriormente se convenció de que aquella nutrición resultó mortal al no aportarle ácidos grasos esenciales. Sin embargo, en 1962 no disponía del conocimiento exacto que podía haber prolongado la vida de su madre. El caso de Shawna, publicado en 1982 en el American Journal of Clinical Nutrition, no tuvo demasiado eco, lo cual no es de extrañar si tenemos en cuenta que estábamos en los momentos más álgidos de la fiebre grasofóbica.
Hoy, por suerte, las evidencias en favor de un consumo adecuado de ácidos grasos esenciales particularmente Omega 3 son abrumadoras. Conocidos los beneficios de los Omega 3 en personas con problemas cardiovasculares, muchos han sido los científicos que, intrigados, se han preguntado hasta qué punto estos ácidos grasos ofrecen beneficios a personas sin estas enfermedades. Un estudio noruego con varones entre 64 y 76 años halló que el consumo diario de 2,4 gramos de Omega 3 producía un 47% menor mortalidad total. Un estudio australiano concluyó que las mujeres con más altos niveles de Omega 3 tienen una mortalidad un 44% inferior por cualquier enfermedad inflamatoria.
Si por ejemplo hablamos del cáncer, no podemos obviar el componente inflamatorio de esta enfermedad. Estudios de laboratorio y humanos demuestran que los Omega 3 reducen la proliferación del cáncer y estimulan la muerte de las células cancerígenas sin afectar al tejido sano (1, 2, 3). Los hombres con niveles más altos de Omega 3 EPA y DHA pueden tener hasta un 38-41% menor riesgo de cáncer de próstata que los que tienen niveles más bajos. Mujeres postmenopáusicas con alto riesgo de cáncer de pecho con mayor proporción de Omega 3 respecto al Omega 6 pueden disfrutar de un 50% menor riesgo de esta enfermedad.
Un estudio publicado en 2009 por la Universidad de Harvard analizó cuántas muertes anuales en EEUU pueden ser atribuibles a un problema específico. Por ejemplo, se estimó que el tabaco es responsable de 467.000 muertes anuales o la obesidad de 216.000. El bajo consumo de Omega 3 se asoció con hasta 96.000 muertes anuales en este país. Si pensamos, por ejemplo, en depresión también tenemos que pensar en mortalidad. Se calcula que la depresión crónica puede acortar hasta 14 años de vida en los varones y 17 en las mujeres. Es importante saber que los niveles altos de Omega 3 en sangre pueden reducir hasta más de un 30% en mujeres los síntomas depresivos. Estos ácidos grasos, además, reducen la ansiedad en toxicómanos.
Decía el escritor y político irlandés Jonathan Swift, autor de Los Viajes de Gulliver, que los mejores doctores son el doctor dieta, el doctor reposo y el doctor alegría. Muchos al menos, y por desgracia, siguen sin conocer al primero.