Los sindicatos de profesores se quejan
Mucho me temo que lo que vuelve a pasar es que alguien desea convertir la educación en un instrumento de agitación social.
Nuestros sindicatos de profesores se quejan. No, no es por llamar la atención sobre nuestro fracasado sistema educativo. Tampoco se quejan por la falta de autoridad y prestigio del profesorado ante los alumnos y la sociedad. Bien calladitos han estado ante la sistemática entrada del peor pedagogismo en nuestras aulas. Con las debidas excepciones, nada hemos sabido de ellos cuando generaciones enteras de jóvenes terminaban la ESO o el bachillerato sin saber hacer la o con un canuto.
Hay que reconocer que hay que hacer grandes filigranas intelectuales para explicar a la sociedad española la anunciada huelga de docentes en la Comunidad de Madrid. La razón que se da es que habrá un significativo descenso de la calidad de la enseñanza. En efecto, eso de obligar a trabajar dos horas más a la semana a los profesores –dicen– es un atentado contra la calidad de enseñanza: además los tropecientos mil millones de interinos que se dejarán de contratar.... Los sindicatos hablan de tres mil o más.
Vayamos a los hechos. Trabajar más no quiere decir trabajar peor. Basta ya de sofismas. Trabajar más es trabajar más. Y quizá sea esto lo que moleste. En principio nadie desea trabajar más; no obstante, en Madrid, su presidenta ha prometido un incremento retributivo a los docentes (a lo que, por cierto, no está obligada). La calidad de la enseñanza no depende sólo de las condiciones materiales o laborales de los docentes, sino del compromiso personal del maestro con el alumno que tiene delante. Por supuesto que las condiciones laborales son importantes, pero un buen maestro, siempre, ha superado las dificultades profesionales con su amor –si digo bien: amor– a su vocación y a la persona a la que enseña.
Lo que les pasa a muchos profesores –no todos, afortunadamente– es que en ellos se ha instalado una mentalidad funcionarial que ha sustituido al deseo desinteresado por enseñar su materia; ven en el alumno un cliente o un ciudadano al que se le presta un servicio público y no una persona abierta a la verdad, al bien y a la belleza.
Seguimos pensando que la calidad de la enseñanza se mide por la cantidad de dinero invertido en las partidas educativas. Es una falacia. Si así fuera, nuestra enseñanza pública tendría un prestigio y unos resultados mucho mejores de los que tiene. Si así fuera, los padres no preferirían matricular a sus hijos en centros concertados, cuyos profesores en secundaria imparten veinticinco horas semanales de clase; centros que malviven con unos conciertos insuficientes, con unas instalaciones muchas veces obsoletas, sin departamentos didácticos, sin reuniones de coordinación recogidas en los horarios de los docentes, etc. Cuanto más dinero mejor, sí, pero no invirtamos el orden. Lo principal es un claustro unido e identificado con un proyecto educativo; lo esencial es un grupo de maestros y profesores comprometidos con vocación de entrega. Profesores que les fastidiará trabajar dos horas más, pero que saben muy bien por qué y para quién trabajan. Una huelga de profesores es como una huelga de médicos: un disparate lógico y moral, una contradictio in terminis, puesto que nadie en su sano juicio se niega a enseñar al que no sabe o a curar al enfermo.
Los sindicatos de profesores afirman además que más de tres mil interinos en Madrid dejarán de ser contratados. Faltan a la verdad. Desean trasladar la idea de que el Gobierno prescindirá de todos los interinos. Pero Lucía Figar, con sentido común, lo que ha afirmado es que, una vez que las plantillas de los centros se hayan revisado con los nuevos criterios, se contratarán los interinos necesarios. Nadie puede saber exactamente cuántos interinos se necesitarán, pero lo que es seguro es que se contratarán interinos. Insinuar lo contrario o dar cifras de miles de interinos que de repente no tienen trabajo es demagogia.
Mucho me temo que lo que vuelve a pasar es que alguien desea convertir la educación en un instrumento de agitación social. Como profesor, la sensación personal que tengo es que la mayoría de los docentes sabe muy bien que estamos en unas circunstancias excepcionales y que se nos pide un esfuerzo que en absoluto es desmesurado. Quien es buen profesor lo seguirá siendo; quien no lo es, seguirá siendo mediocre.
Los alumnos que tendremos delante de nosotros la próxima semana no saben de sindicatos, ni de luchas laborales. Esperan de nosotros, sus profesores, que seamos ventanas abiertas al conocimiento por las que ellos puedan asomarse. También lo esperan sus familias. No podemos defraudarlos.
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