Pese a que Rubalcaba se haya salido con la suya y haya conseguido aguar lo que podría haber sido una gran reforma constitucional, la movilización de la extrema izquierda, tanto sindicatos como indignados, no resulta ni mucho menos de recibo en estos momentos de crisis económica. La izquierda no sólo yerra en el fondo de la cuestión, sino también en las formas.
Se equivoca en el fondo porque insiste en reclamar dos objetivos incompatibles: que no dependamos de los mercados (y por tanto que no tengamos que colocar nuestra en el mercado) y que no dejemos de endeudarnos (y por tanto que sigamos dependiendo de los mercados a la hora de colocar nuestros bonos). Lo ideal, por supuesto, sería que nuestros políticos no gastaran más de lo que ingresan, pero amplios sectores de la izquierda prefieren la prodigalidad a la austeridad, sobre todo cuando el despilfarro lo pueden cargar, mediante la deuda, a la cuenta corriente de nuestros hijos y nietos.
Pero sindicatos e indignados yerran también en las formas. En unos momentos en los que los inversores extranjeros observan con extrema desconfianza no sólo nuestra capacidad para devolverles el dinero sino también nuestra determinación para hacerlo, estas manifestaciones que promueve la izquierda para el próximo día 6 de septiembre sólo conseguirán acercar a nuestro país, dentro del imaginario de los ahorradores internacionales, a las algaradas callejeras que se han vivido en Grecia durante los últimos meses.
No, si de algo deberíamos estar molestos los españoles es de que nuestros políticos no se hayan atado lo suficiente las manos como para evitar que se repitan episodios tan lamentables como la gestión de los sucesivos Ejecutivos de Zapatero. De salir a la calle, deberíamos hacerlo para exigir que nuestros políticos sean lo suficientemente diligentes como para honrar hasta el último céntimo de sus deudas y para reforzar nuestra credibilidad como país. La alternativa izquierdista de acabar de hundirla no puede ser más ruinosa.