Estoy completamente de acuerdo con los que opinan, como el propio primer ministro Cameron, en que lo ocurrido en Londres es un caso tremendo de delincuencia y en que debe combatirse como tal, es decir, aplicando la ley y dándole a la Policía las herramientas y la legitimidad que necesita.
No, no es un problema racial: la mayoría de los comercios saqueados eran propiedad de integrantes de alguna de las muchas minorías de Londres, las casas quemadas estaban en los propios barrios pobres y no ha habido una persecución al blanco, al indio, al chino o al negro (algo que, por supuesto, estaría igualmente injustificado).
Y tampoco es un problema social pese a que nuestros izquierdistas así lo deseasen y comunistas como Llamazares intenten convencernos de que la culpa la tiene, como siempre, el malvado capitalismo. Porque si fuera así los alborotadores londinenses no estarían arrasando tiendas de barrio y quemando casas de obreros: los veríamos frente al Parlamento o el 10 de Downing Street.
Hay, obviamente, razones de fondo que pueden ayudarnos a entender lo que ocurre en el Reino Unido, entre las que no es la menor la pérdida de valores de un sector de la sociedad que además cree, o sabe, que tiene poco que perder y, por tanto, puede arriesgarse en este tipo de episodios vandálicos.
Pero creo que ese análisis lo podremos hacer mejor más adelante y hoy de lo que quiero hablar es de el gran fracaso que se esconde detrás de hechos como los vividos en los últimos días o los que se vivieron en París hace unos años, y no me refiero al del multiculturalismo, que también, sino al del Estado en una de sus principales tareas: defender nuestras vidas y nuestras haciendas.
Porque esa es una de las grandes funciones que hemos otorgado a los Estados, probablemente la más importante y desde mi punto de vista prácticamente la única que justifica la existencia de la inmensa y poderosa maquinaria estatal, que debe protegernos del delito y aplicar las correcciones que correspondan en los casos, en teoría excepcionales, en los que no se pueda evitar la comisión de actos criminales.
El pacto es tan fuerte y tan importante que nosotros, los ciudadanos, hemos renunciado prácticamente por completo no sólo a aplicar la justicia por nuestra mano sino también a defendernos, especialmente en las sociedades en las que existen fuertes restricciones sobre la tenencia de armas, pero no sólo por eso: ahí están los numerosos y complicados juicios en casos de legítima defensa.
Pero como hemos visto estos días un Estado absolutamente hipertrofiado y que dedica ingentes esfuerzos y recursos a los más variopintos e innecesarios asuntos, desde subvencionar películas hasta meterse en lo que comemos, bebemos o fumamos, pasando por empresas de todo tipo, no es capaz de prever ni aplacar unos disturbios hasta que no han costado varias vidas y miles de millones; o, en un ejemplo más cercano, mantiene el espacio público ocupado durante meses mientras se incumplen una tras otra todas las normas que regulan determinados derechos como el de reunión o manifestación.
No soy de los que creen que los Estados deben desaparecer por completo, aunque sí desconfío de su voracidad, pero lo que está claro es que, sea grande como el actual o pequeño como me gustaría, si para algo deben servir y si algo debemos exigirle a los políticos es que no sea posible que unos cientos de delincuentes aterroricen o bloqueen grandes capitales.
Y si no son capaces de darnos eso estamos ante un gigantesco fracaso no sólo de los políticos sino del propio Estado, porque casi todo lo demás es prescindible farfolla, por mucho que venga disfrazado de hermosa promesa electoral.