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José Carlos Rodríguez

La Guerra Civil

No corremos el peligro de repetirlo, pero sí de perder la principal lección de nuestra guerra civil: que una España es más que dos y que sólo en libertad podemos convivir sin graves enfrentamientos.

Este domingo, 17 de julio, se cumplen 75 años del comienzo de la Guerra Civil. Tardó muchos años en interesarme esta historia, a pesar de ser la de nuestros abuelos, la de nuestros padres. Era claro, para mí, que no me podía identificar con ninguna de las dos trincheras. Ni con las retaguardias. Eso no ha cambiado, pero descubrí, más tarde de lo que debiera, que a la pregunta ¿quiénes somos? E incluso ¿quién soy? Debía remontarme a esos tres años aciagos, sus antecedentes, sus huellas en nuestra historia.

Cómo llegamos a una situación tan extrema es una cuestión que necesitamos recordar, al menos con sus respuestas más inmediatas. No es la última de las razones por las que se produjo la guerra civil el hecho de que una parte de los españoles, pequeña pero políticamente relevante, la desease. En la Guerra Civil chocaron dos Españas. Una que quería adelantar, impaciente, un futuro que casi podía tocar con las manos, en el que lograría de forma completa e inmediata una justicia, concebida en términos ideales, y de la que se consideraba infinitamente merecedora. Y otra media España que, en palabras de José María Gil Robles, "no se resigna a morir". No porque esperase perder la vida, aunque la violencia política estuviese desatada en las calles, sino porque veía amenazada su forma de vida, su sociedad y su país, fruto todos de una continuidad histórica que del otro lado veían como el principal obstáculo a sus proyectos.

Holgará decir que las guerras son destructivas. Pero no sólo con personas y bienes. También son devastadoras con la moral y con los lazos sociales. El concepto de ciudadano se convierte en un lujo anacrónico, y las personas quedan desnudas de todas las dignidades que les confiere la pertenencia a una sociedad libre. Son peones en un esfuerzo común por destruir al enemigo, o en ese enemigo que debe ser anulado o aniquilado. Es cierto que en las guerras aparecen los ejemplos más excelsos de nobleza y entrega, pero son el contrapunto de una degradación material y moral generalizada.

Por descontado que el franquismo no puede explicarse sin la Guerra Civil, pero tampoco nuestra democracia. La Transición pretendía a un tiempo lograr una España democrática, reengancharla con el signo de los tiempos y permitir un juego político que dejase atrás los odios insaciables de tres, cuatro o cinco décadas atrás. El éxito de la Transición se explica por el doloroso fracaso de la Guerra Civil.

Otra vez todos consensos básicos, todo lo común y heredado, se convierte en obstáculos para nuevos proyectos de cambio. Y ahora el recuerdo de aquellos años se sustituye por una memoria confeccionada para restaurar las dos Españas. La gran mayoría de los españoles no hemos vivido la Guerra Civil ni sus años inmediatamente anteriores o posteriores, y una parte de nosotros se deja llevar por esos nuevos odios sin llegar a imaginar el horror al que condujeron los odios de nuestros abuelos. No corremos el peligro de repetirlo, pero sí de perder la principal lección de nuestra guerra civil: que una España es más que dos y que sólo en libertad podemos convivir sin graves enfrentamientos.

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