Hace ya bastantes años, el embajador de Turquía montó tremenda bronca en mi Departamento, con protesta oficial al Rectorado y toda la pesca. El ultraje por el que se revolvía de manera tan disparatada procedía de un mapa: durante uno de los saraos y festejos que en la docta institución se organizaban para lisonjear a diplomáticos árabes y morería en general, se había fijado en un mapa mural de Siria –que yo mismo había comprado en Egipto tiempo atrás y doné al Departamento– en que aparecía el territorio de ese país incluyendo, en su rincón noroeste, la ciudad de Iskanderona (Alejandreta) y su alfoz, que los sirios reclaman como suya desde el final de la I Guerra Mundial. El turco, en vez de soltar la carcajada, como habría hecho un norteamericano a la vista de un mapa de España que comprendiera Puerto Rico o la isla de Guam, estalló en ira patriotera y nos amargó el copetín que, como todos los del lugar y momento, era relamido y cursi, pero a veces había jamón y clarete. Para centrar mejor al lector, aclaro que la región aludida es a la que están afluyendo miles de sirios, refugiados que huyen del "hermano Bashar", de cuyas matanzas la OTAN, la UE, EEUU y el sursum corda hacen oídos sordos, sin primavera ni nada.
Traigo a colación una anécdota tan banal e intrascendente porque refleja bien el clima de chovinismo a flor de piel que se gastan moros y asimilados, consigo mismos y con los demás. Ponen el acento en aspectos retóricos y de apariencia mientras asisten impávidos al desmoronamiento de sus propios intereses, entre alharacas y empecinamientos para la galería: el caso de los palestinos, obstinados en no firmar una paz seria y garantizada con Israel es paradigmático. Pero éste no es el asunto del día. Mu’ammar al-Qaddafi, por enésima vez, suelta sus baladronadas habituales. Las más graves (si tuviera medios) son los atentados terroristas, como los que teledirigió en Lockerbie, contra Air France en Tchad, o la discoteca de Berlín y que tan caros costaron a Libia por el bloqueo aéreo que se le impuso. Tardó muchos años en reconocer –no formalmente, claro– el perjuicio que estaba causando a su gente pero hincó el pico. En el marco de esa política global de distensión y cooperación con Europa, J. Mª Aznar, cumpliendo sus obligaciones de presidente del gobierno, visitó Trípoli en setiembre de 2003, si bien dudo mucho que simpatizara con el personaje. Después, vino el de la Alianza de Civilizaciones, siempre emocionado ante cualquier turbante –aunque lo porte una Drag Queen– y al-Qaddafi estuvo en Moncloa en diciembre de 2007, cordial visita devuelta por nuestro sin par Rodríguez a la jaima de Trípoli en junio de 2010 y –aun– en noviembre de 2010, cuando faltaban unas semanas para que la Srta. Trini –Guerra dixit– declarase al "hermano Mu’ammar" enemigo de la Humanidad, genocida, dictador y lo que el gobierno francés guste mandar.
La segunda parte de la requisitoria de al-Qaddafi es la reivindicación violenta de al-Andalus, Canarias (que jamás pertenecieron a ningún país árabe o musulmán), Sicilia, los Balcanes y lo que caiga, con el peregrino y archiconocido pretexto de que en otros tiempos formaron parte del darislam. En mi opinión, es perder el tiempo molestarse en discutir si tal hadiz atribuido a Mahoma, o cual pasaje ambiguo del Corán, se prestan a la interpretación de que esos son los designios divinos. Al-Qaddafi agita el espantajo de la amenaza porque es uno de los tópicos habituales en los medios de comunicación árabes, en sus planes de enseñanza, en la fraseología política y en el caletre del mayor infeliz desembarcado de patera. No huelga repetirlo: hace treinta años, la palabra "al-Andalus" (y su "pérdida") era pasto de poetastros árabes que la utilizaban como metáfora melancólica y llorona para referirse, en realidad, a Palestina. En la actualidad, la collonería de nuestros gobiernos, la inopia de la sociedad española y la complicidad de la izquierda, han transmutado la saudade moruna en programa político, que aquí nadie acaba de tomarse en serio. Como en tantos otros campos, el problema no reside en lo que digan –y hasta hagan– los árabes, sino en nuestra propia abulia, corrupción, escapismo.