Los etarras en Cambridge juegan al pádel
El jefazo etarra vivía en el Cambridge tranquilo y residencial, esa ciudad de cien mil habitantes que es la quintaesencia de la pequeña burguesía británica, de gente que trabaja en negocios locales, o que coge el tren todas las mañanas.
El Cambridge News, uno de los periódicos locales de esta ciudad, tiene puestos tablones rojos a las puertas de tiendas y quioscos. Cada mañana los repartidores del periódico colocan un póster nuevo sobre cada tablón con el titular del día, en tinta negra y mayúsculas. Son titulares que a menudo se resignan a la nimiedad de sus informaciones: Planes para construir dos casas nuevas en Chesterton Road o Vándalos grafitean paredes de un párking. Otras veces es esa misma nimiedad la que convierte el titular en algo fascinante, como hace dos años, cuando al ir a comprar leche me encontré con: Vacas pisotean a un profesor hasta la muerte (Teacher trampled to death by cows). Horror aparte, ese titular debe suponer alguna cumbre del periodismo local.
Pienso, sin embargo, que el titular de hoy lo supera. Padre de familia es detenido por tratar de asesinar al Rey de España (Family man arrested in plot to kill King of Spain). Previo pago de los 45 peniques al dependiente, ahí está, en las páginas 4 y 5: la detención del etarra Eneko Gogeaskoetxea Arronategui, que llevaba años viviendo en esta ciudad bajo el nombre de Cyril Macq. En la mañana de ayer, una veintena de policías rodearon su casa y lo detuvieron cuando salía montado en bici para ir a trabajar. Uno se pregunta por lo pequeño de la escena: si el terrorista se habría puesto el chaleco reflector que deben llevar los ciclistas, si se habría colocado el casco; si la lechera de los policías que aparece en las fotos es la misma que todos los sábados, a eso de las dos de la mañana, aparca delante de los pubs de Regent Street para impedir peleas de borrachos. Seguimos leyendo: los vecinos entrevistados por los periodistas del Cambridge News se declaran estupefactos. Que si "Cyril" era un hombre amable y tranquilo, que si habían cenado en su casa, que si sus hijos jugaban juntos, que si eran miembros del mismo club de squash, ese hermano del pádel. Casi conmueven las declaraciones: "Le conozco desde hace siete años. Es un buen hombre, y un excelente jugador de squash".
Eneko Gogeaskoetxea, otrora uno de los jefes militares de ETA, vivía en Fortescue Road, en una fila de casitas de dos pisos de ladrillo marrón. Casas pequeñas y prácticas, para gente de vida pequeña y práctica. Vivía en una zona de la ciudad que ni tiene nada que ver con el circo medieval que es el centro, con sus colleges de ochocientos años de antigüedad y sus estudiantes agobiados y egocéntricos, ni quiere tenerlo. No tenía relación alguna con la universidad, con sus enormes laboratorios de investigación ni sus marxistas de facultad de filología. Esto es, el jefazo etarra vivía en el Cambridge tranquilo y residencial, esa ciudad de cien mil habitantes que es la quintaesencia de la pequeña burguesía británica, de gente que trabaja en negocios locales, o que coge el tren todas las mañanas para bajar a una oficina de Londres. De gente que tiene hipotecas, de gente que se preocupa por quién será el nuevo director del colegio al que van sus hijos, de gente que va a los partidos del Cambridge United, modesto equipo de fútbol de la liga regional. De gente que se afilia al Cambridge Squash Club y que juega a ese deporte los miércoles por la noche.
Quizás fue esa la gota que colmó el vaso, quizás el absurdo de un jefazo etarra, de un asesino que tras disparar a un ertzaina había huido por las calles de Bilbao, robando coches a punta de pistola, de un hombre que había formado parte de un comando que estuvo a punto de atentar contra el Rey de España, al presidente del Gobierno y al lehendakari... quizás el absurdo de ese hombre desempeñando las funciones de secretario del Cambridge Squash Club, pasando plácidas tardes de miércoles jugando partidillos con representantes de la clase media británica, fue demasiado para el universo. Quizás algún agente cósmico decidió oponer aquella incongruencia con otra casi igual de grande: la presencia en aquel club de otro español, que le reconoció y avisó a la policía.
No tengo ni idea de quién ha podido ser: Cambridge está estos días lleno de españoles, pero son chavales que vienen a aprender inglés en una de las escuelas de idiomas de la ciudad, o grupos de adolescentes que vienen de excursión con algún campamento de verano. También hay los que ha venido a intentar encontrar trabajo, los que curran en los pubs, en los restaurantes, en los cáterings de los colleges. O también están los doctorandos y post-docs cuya vida se revuelve alrededor de su investigación, de su laboratorio o de su biblioteca, de sus cadenas de secuenciación o de sus manuscritos medievales. En todo caso, ninguno parecería el tipo de persona que se conoce tan bien las fotos de etarras que puede reconocer a uno en unos vestuarios, un miércoles por la noche, entre el vapor de las duchas y el olor a calcetines. Uno pensaría que se trataba de un policía encubierto, pero entre tanto absurdo, quién sabe.
Es precisamente esa intimidad lo que se le queda a uno. Es el preguntarse si nos lo habremos cruzado algún día en el centro comercial de Lion’s Yard, en los restaurantes árabes de Mill Road, en el carnaval de Midsummer Commons, cuando lo que ocupa nuestras mentes son las vicisitudes de nuestra vida inglesa, cuando España queda muy, muy lejos. Es preguntarse si, en el momento de cruzárnoslo, cuando nuestra mente se centraba en nimiedades, la suya no estaría reviviendo el gesto del ertzaina justo después de dispararle, la planificación de atentados contra vidas humanas, el círculo de desequilibrios patológicos y monstruosidades morales que llevan a alguien a alcanzar la cúpula de ETA. Y es que el Otro se hace más absurdo y más temible cuando más cerca se le tiene. Cuando uno se recuerda a sí mismo pasando en bici delante de su casa, en una tarde nubosa de verano. Cuando uno ve su foto en el Cambridge News.
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