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Jorge Vilches

Los tramposos de la democracia

Los antisistema de derechas y de izquierdas quieren hacernos creer que tal desapego a los políticos es un cuestionamiento de la legitimidad de la democracia y del capitalismo. Nada más lejos de la realidad electoral y sociológica.

El zapaterismo se derrumba y la izquierda radical se mueve. La protesta del 15-M ha quedado en manos de grupos radicales izquierdistas porque son más activos y están más organizados. A esto se une el llamamiento de unos personajes de la cultura para "reconstruir" la izquierda y criticar el sistema democrático y capitalista. Lo mismo hace la derecha radical: los nostálgicos de la dictadura comparten con los izquierdistas la crítica a la democracia de 1978 y le dan el mismo origen: Franco. Estos grupos insignificantes intentan recoger la protesta actual hacia el estado de la política con una trampa: confundir la insatisfacción con los políticos y su entramado, con la desafección hacia la democracia liberal. Veamos la trampa.

La democracia española pertenece a la tercera ola democratizadora, la de los años setenta, que se inició en Portugal en 1974; por tanto, es hija de su tiempo. Esto ha supuesto varias taras que influyen en el grado de insatisfacción. La primera es que la democracia se construyó sobre un Estado sobredimensionado por el franquismo y bastante ineficaz, justamente cuando esa concepción había entrado en crisis en las democracias consolidadas de Occidente.

La segunda tara procede de la mentalidad de los nuevos movimientos sociales surgidos en los años sesenta, que afectó especialmente a la concepción de la cultura, la educación y el lenguaje político y social, y que se tomó, y toma, como paradigma para la creación de una nueva sociedad. En España tuvieron una repercusión tardía y desproporcionada porque nacieron durante la dictadura.

El hecho de haber sufrido un régimen dictatorial durante casi cuarenta años añade otra tara: las dificultades para introducir en la sociedad civil y en la cultura política valores cívicos liberales y democráticos. Esto es importante, pues provoca que todavía los extremistas confundan Gobierno con Estado, democracia con poder exclusivo de los suyos, o liberalismo con autoritarismo o relativismo.

Por otro lado, los partidos tienen una estructura cada vez más descentralizada y problemática –véase el caso del PP asturiano o de los socialistas en Cataluña–, con una intromisión contaminante en la formación y funcionamiento de las instituciones teóricamente independientes –la Justicia–. Y esto sin olvidar los escándalos por la financiación de los partidos y los casos de corrupción, todo ello en una sucesión casi ininterrumpida de crisis económicas con las cifras de desempleo más altas de Europa.

Es lógico, por tanto, que el grado de satisfacción haya descendido en la medida en que el Estado y los partidos no han afrontado los problemas con éxito; sobre todo cuando se tiene la percepción de que los políticos son irresponsables y de que viven en un status muy superior al resto de españoles. Esto ha llevado a la desafección; es decir, al rechazo a la clase política y al funcionamiento de las instituciones, que ahora se ven como parte del problema, cuando no la causa.

Los antisistema de derechas y de izquierdas quieren hacernos creer que tal desapego a los políticos es un cuestionamiento de la legitimidad de la democracia y del capitalismo. Nada más lejos de la realidad electoral y sociológica. Esto ya se vivió en Europa y a esta gente se la identifica con facilidad. Son los tramposos de nuestro tiempo.

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