Colabora
César Vidal

Tercera acotación a Pío Moa

De no ser por los complejos históricos, el régimen de Franco hasta podría ser asumido por esa izquierda que ve en el liberalismo el origen de todos los males. Sin embargo, no puede ni debe ser asumido jamás por el liberalismo.

En este ensayo, que será publicado a lo largo de tres artículos, César Vidal explora la relación entre franquismo y liberalismo a raíz del reciente debate sobre esta cuestión.

  1. La obra historiográfica de Pío Moa
  2. La revelación de Pío Moa
  3. El antiliberalismo agresivo de Franco

El antiliberalismo agresivo de Franco

Si hubo un personaje abiertamente antiliberal en la España del s. XX, ése fue el general Franco. Por supuesto, el antiliberalismo estuvo presente en fuerzas políticas de todo tipo, a la izquierda y a la derecha, pero, en algunos casos, siquiera de cara a la pasarela, se intentaba salvar algo de la herencia liberal referido a los padres de la Constitución de 1812 o a los redactores del Código civil. No fue el caso de Franco. Prescindiendo de lo que pudiera haber pensado en sus años mozos, durante la guerra civil, Franco dejó establecido desde el principio que su meta era la creación de un Estado totalitario. Así lo afirmaba en el Decreto de unificación de abril de 1937, cuando se felicitaba de que "Como en otros países de régimen totalitario, la fuerza tradicional viene ahora en España a integrarse en la fuerza nueva". Franco no era original en esa visión. A decir verdad, lo más seguro es que la tomara de la Falange cuyo punto Sexto afirmaba: "Nuestro Estado será instrumento totalitario al servicio de la integridad patria" (miércoles 21 de abril de 1937, Heraldo de Aragón, p. 3).

España se hallaba inmersa en una guerra y el bando que acaudillaba Franco había optado por un modelo totalitario que recordaba de manera nada casual al sistema mussoliniano. El Fuero del Trabajo afirmaba al inicio de su preámbulo: "Renovando la Tradición Católica, de justicia social y alto sentido humano que informó nuestra legislación del Imperio, el Estado nacional en cuanto instrumento totalitario al servicio de la integridad patria, y Sindicalista en cuanto representa una reacción contra el capitalismo liberal y el materialismo marxista...". Por supuesto, esa confesión clara de totalitarismo se oponía por definición –de nuevo el modelo fascista resultaba innegable– al liberalismo. Así, Franco podía afirmar el 18 de julio de 1936: "A la irresponsabilidad política de los partidos liberales, sucede la unidad de nuestra Cruzada, orgánicamente constituida; a un Estado neutro y sin ideales, le sustituye el misional y totalitario que orienta al pueblo, señalándole el camino, por el que le conduce, sin vacilaciones ni retrocesos, y no como la masa informe, de que son representantes las manifestaciones liberales..." (Discurso de Franco de 18 de julio de 1938 en ABC de Sevilla de 19 de julio).

Es cierto que el totalitarismo del nuevo régimen creado por Franco era sui generis y junto con los elementos fascistas de la Falange contaba con un componente católico fortísimo –piénsese, por ejemplo, en el establecimiento del culto obligatorio a la Virgen María en todas las escuelas (BOE 10 de abril de 1937)–, pero no se puede negar que las formulaciones de Franco eran totalitarias, muy imbuidas de los fascismos de la época y profundamente antiliberales. Por qué los liberales debían asumir ese franquismo constituye para mí un misterio al que no encuentro explicación racional o histórica por ninguna parte.

El proyecto totalitario de Franco fracasó por diversas razones. Por un lado, las victorias de los Aliados no presagiaban un futuro halagüeño para los que anduvieran tonteando con los fascismos; por otro lado, la iglesia católica se iría constituyendo como un verdadero Estado dentro del Estado y, por lo tanto, haría todo lo posible para evitar ese totalitarismo confeso y querido por la Falange y por Franco. Finalmente, la misma Falange fue perdiendo posiciones salvo en algunos segmentos del Estado como los sindicatos. Fue así como el régimen, en los años cincuenta, pudo ser calificado como "autoritario". Sin embargo, el paso del régimen de ser un Estado totalitario a uno autoritario no llevó a Franco a olvidar o relativizar su odio por el liberalismo. Los ejemplos al respecto son muy numerosos para cualquiera que conozca las fuentes. El tema daría incluso para una dilatada tesis doctoral. Permítaseme que me ciña a algunos botones de muestra. 

Franco partía de una cosmovisión –nefasta para la Historia de España– que arrancaba del pensamiento reaccionario católico del s. XIX al que se habían sumado elementos del fascismo de la Falange. Se trataba de una visión que idealizaba el mundo rural, que odiaba la democracia liberal, que veía un peligroso enemigo en el capitalismo y que creía en un Estado poderosamente interventor y confesional que, limitando considerablemente las libertades individuales, mantuviera a la nación en una especie de Arcadia feliz. No era el único en creerlo. Personajes tan diversos como Vázquez de Mella y el general Mola o Chesterton y Tolkien abogaban por visiones muy semejantes. El problema es que una cosa es describir el idílico mundo de los hobbits en la Comarca y otra, muy diferente, el intentar modernizar una nación. En buena medida, el fracaso español del s. XIX derivó de que, a diferencia de lo sucedido en otras naciones, los liberales no lograron sacar adelante una serie de reformas moderadas que chocaban frontalmente con esa visión y que hubieran convertido a España en un Estado moderno. 

La victoria de Franco permitió –al menos por un tiempo– creer en que era posible crear ese nuevo Régimen que tenía como una de sus bestias negras al liberalismo. El discurso de Franco de 14 de mayo de 1946 pronunciado ante las Cortes, incluso después del final de la Segunda Guerra Mundial, constituyó uno de esos alegatos contra "el sistema liberal parlamentario" en una lectura absurda de la Historia de España que iba desde las Cortes de Cádiz hasta la Guerra Civil. En ese discurso, Franco afirmaba que "en esta última etapa de la vida del mundo, la inhibición, que el sistema liberal ha asentado y que el capitalismo y el materialismo han hábilmente explotado, fue causa de que a los progresos técnicos y materiales que el mundo ha tenido no les hayan seguido los progresos morales". Como Marx, Franco no podía negar los avances capitalistas, pero sí podía imputarles la culpa de la falta de moral. Pero ¿por qué era el liberalismo culpable de esa falta de moral y no, por ejemplo, la iglesia católica que monopolizaba desde hacía siglos la vida espiritual de los españoles?

Ese mismo año –insistamos en ello, tras la derrota de los fascismos– en su discurso de 19 de octubre de 1946, pronunciado ante la I Asamblea de Hermandades de labradores y ganaderos, Franco afirmaba jactanciosamente: "El Estado español no es un Estado liberal, y no es un Estado liberal porque no deja en libertad a los poderosos para explotar a los débiles... No es un Estado liberal que sea indiferente a la situación angustiosa y de miseria en que ha vivido el agro español durante siglos; no es un Estado liberal que se inhiba de las necesidades de los productores, de las necesidades de las tierras pobres; es un Estado proteccionista de todos los españoles".

El mensaje se mantuvo pertinaz durante la década de los años cincuenta, la década en que los españoles siguieron pasando hambre porque los socialistas de camisa azul seguían practicando el intervencionismo económico y los obispos habían decidido que España no podía permitirse la libertad religiosa ni siquiera a cambio del Plan Marshall. En su discurso de 31 de diciembre de 1951, Franco indicaba de manera taxativa que el haber hallado "un instrumento feliz para la realización de la evolución político-social que la hora demanda" se debía a "que nos hayamos separado de los patrones políticos estilo liberal".

Tenía las ideas claras Franco –cuestión aparte es que acertara– ya que en otro discurso, éste pronunciado el 17 de mayo de 1955, afirmaba en relación con "la democracia liberal" que "no podría concebirse un sistema más dañino para los intereses de la Patria y para el bienestar y el progreso de los españoles". Todavía en 1958, con la nación en bancarrota, Franco declaraba ante Le Figaro (publicado el 13 de junio de 1958): "Nuestro régimen actual tiene exclusivamente sus fuentes y su fundamento en la Historia española, en nuestras tradiciones, nuestras instituciones, nuestra alma. Son éstas, fuentes que habían sido perdidas o contaminadas por el liberalismo. La consecuencia del liberalismo fue el ocaso de España".

Pensaran lo que pensaran del sistema político liberal, los tecnócratas del Opus sí tenían claro que la economía tenía que liberalizarse. El hecho de que fueran católicos indubitables permitió que Franco aceptara sus tesis, que las Cortes las votaran y que la nación saliera adelante con una política económica totalmente distinta a la de las dos primeras décadas del régimen de Franco. Sin embargo, el Caudillo seguía en sus trece ideológicos. En su discurso de 31 de diciembre de 1959, recalcaría que la salvación de España era necesaria "y ningún camino más fácil ni más recto, para este primer y básico objetivo, que la desaparición del anárquico sistema liberal". En otras palabras, si alguien pensaba que la liberalización económica traería la política, iba a sufrir una desilusión. No podía ser de otra manera, porque el capitalismo liberal mantenía su posición entre las obsesiones ideológicas de Franco. Baste al respecto recordar el discurso de 18 de septiembre de 1962 pronunciado ante los mineros de Ciñera (León) en que afirmó tajante: "Y estas soluciones españolas, esta política española, hieren los intereses de los credos políticos capitalistas liberales, los de la masonería y también los del comunismo".

Y es que, en contra de lo que muchos han afirmado, el régimen –por lo menos, su creador– no pensaba en su final. Al fin y a la postre, el régimen de Franco sí sería un paréntesis e incluso así lo contemplaron muchos desde el principio. No, desde luego, Franco, que estaba convencido de que había creado un nuevo sistema político que enlazaba con un alma española concreta, que se oponía por igual al comunismo y al liberalismo, y que debía durar para siempre. En armonía con esa visión nada temporal del sistema que había creado, Franco afirmó en la inauguración de la IX legislatura de las Cortes españolas, el 17 de noviembre de 1967: "No debe haber lugar a dudas sobre el propósito de permanencia histórica de nuestra obra política. No hemos arbitrado una solución de emergencia, ni somos un paréntesis en la Historia de España... la España nacida el 18 de julio por un esfuerzo heroico va a ser continuada, a través de los años, por un esfuerzo tenaz de sucesivas generaciones". Gracias a Dios, no fue así, pero no porque Franco no quisiera y mucho menos porque trajera una democracia que nunca quiso traer y que aborrecía con toda su alma. A decir verdad, al mismo tiempo que designaba a Juan Carlos como "sucesor a título de rey", Franco dejaba claro que el régimen se continuaba a si mismo y no desembocaba en otro. En declaraciones recogidas el 1 de marzo de 1969 por el diario Arriba afirmaba lo siguiente:

  • Pretenden los historiadores y políticos liberales que regímenes como el nuestro no pueden transmitirse ni suceder a su creador. ¿La Ley de Sucesión cree Su Excelencia que supera ese supuesto determinismo histórico?
  • Si tal aseveración fuera exacta, ningún sistema hubiera tenido continuidad, ya que todo se origina en un momento fundacional de una u otra forma, llevado a cabo por la unión de poderes sociales populares en torno a una o varias personas. En cambio, es cierto que la pervivencia de cualquier régimen depende de su incorporación a la conciencia pública. En nuestro caso, respaldado por una continua adhesión del pueblo y formalizado mediante un referéndum de una claridad que permite hacer pocas muestras de comparación".

No, Franco no tenía la menor intención –todo lo contrario– de que España se encaminara hacia una democracia después de su muerte. El príncipe tendría que cumplir los Principios fundamentales del Movimiento que había jurado y no cabe duda de que, al actuar así, Franco era coherente consigo mismo. La misma monarquía no podía ser liberal y parlamentaria como había señalado, por ejemplo, el 4 de julio de 1947 en la alocución pronunciada ante los micrófonos de Radio Nacional con motivo del referéndum de la Ley de Sucesión y como remacharía entre los aplausos de las Cortes en la proclamación del príncipe el 22 de julio de 1969. 

El Estado –ya autoritario– no podía dar más de sí. Por limitaciones, ni siquiera contaba con una justicia independiente cuando se trataba de cuestiones políticas. Buena prueba de ello es la manera en que se abordó el escándalo Matesa, que afectaba a varios ministros y en el que Franco salvó directamente la cara de López Bravo; en que se trató el asunto del aceite de Redondela en que estaba implicado el hermano del dictador; o en que se dio carpetazo al intento de soborno de un juez del Proceso de Burgos por parte de un ministro católico que deseaba que no hubiera penas de muerte como había pedido el Papa. Ésa es la realidad que muestran las fuentes y el hecho de que un gobierno del Frente Popular hubiera sido peor, de que la nación experimentara un crecimiento económico espectacular en los años sesenta o de que ZP sea una calamidad histórica no anulan un ápice semejantes realidades.

Ciertamente, el régimen de Franco puede ser asumido por el carlismo que, salvo en la cuestión dinástica, tuvo en él a uno de los mayores defensores de sus esencias. Puede ser asumido también por el fascismo de la Falange, que dejó una huella que perdura hasta hoy, por ejemplo, en una legislación laboral culpable de que España tenga la tasa de desempleo mayor del mundo libre. Puede ser asumido sin duda por un catolicismo –especialmente si no es democrático– ya que nunca, según confesión de los ministros católicos de Franco, obtuvieron los obispos tanto de un Gobierno español sin entregar apenas nada a cambio. Pocas veces, por otro lado, fue más descarado el cambio de bando de los obispos que, deseosos de salvar los muebles del Concordato, comenzaron ya a colocar sus peones en los nacionalismos catalán y vasco e incluso en los partidos de izquierda antes de que el general exhalara el último aliento. El régimen de Franco puede incluso ser asumido por los partidarios de las dictaduras militares o por los que creen que la libertad es un bien menor siempre subordinado a otras realidades. De no ser por los complejos históricos, hasta podría ser asumido, siquiera parcialmente, por esa izquierda que ve en el liberalismo y la libertad económica el origen de todos los males. Sin embargo, el régimen de Franco no puede ni debe ser asumido jamás por el liberalismo. 

El antiliberalismo de Franco fue manifiesto y temo que esa circunstancia explica no poco por qué muchos camisas azules acabaron en el PCE o en el PSOE. De hecho, muchas de las afirmaciones antiliberales de Franco podrían ser repetidas sin problemas por los mismísimos "indignantes" del 15-M. El odio hacia el liberalismo; la insistencia en que la democracia real es diferente de la liberal; el intervencionismo económico que convierte en el mal al capitalismo; la matraca de que el sistema capitalista es inmoral; la idolatría sindical hasta el punto de establecer un sistema de convenios colectivos que padecemos a día de hoy, no son aportes de la izquierda montaraz –aunque, por supuesto, los comparta– sino de un Franco nutrido por los principios sociales del fascismo de la Falange y de la doctrina social católica. Cuando uno contempla el contenido de las fuentes –unas fuentes que Moa parece desconocer gravemente– cuesta no llegar a la conclusión de que dislates como la mal llamada memoria histórica quizá son sino un intento freudiano de matar al padre. No es un trastorno que los liberales padezcamos porque jamás podremos reconocer a Franco como padre ni asumirlo como modelo. Fue nuestro enemigo declarado. Cristianamente, quizá algunos podamos perdonarlo, pero, desde luego, no será para legitimarlo, defenderlo o asumirlo.

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