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Antonio Robles

La cruz de los indignados

Ante el exceso violento de las reivindicaciones ciudadanas, toda renuncia a utilizar la violencia legítima del Estado es irresponsable.

La cruz pintada a golpe de spray por los indignados sobre la espalda de Montserrat Tura a la entrada del Parlamento de Cataluña sirvió a la diputada autonómica para recordarnos la cercanía que guarda esa cruz negra sobre su gabardina con aquella vieja práctica nazi de marcar al diferente. Posiblemente sólo fuera un imbécil que confundió la democracia real con su autosuficiencia moral. Pero fue el síntoma de un movimiento que, por el mero hecho de sentirse indignado, cree que puede aplicar la justicia por su mano y sustituir la voluntad general por su flamante indignación. Esa superioridad moral que les llevó a considerarse mejores que la clase política y cuya indignación les garantizó la empatía de tantos millones de ciudadanos hartos del mangoneo y la corrupción de los políticos profesionales, no les garantiza inmunidad ante las instituciones que cuestionan, ni les sitúa por encima de ellas.

Todo su crédito lo han perdido en el instante mismo que se han creído con mayor legitimidad que los diputados elegidos democráticamente bajo reglas. De tanto querer darnos lecciones democráticas se han olvidado de respetarlas. O al menos el grupo de violentos que decidió colgar la soga del ahorcado de los árboles del parque de la Ciudadela para escarnio y vergüenza de sus compañeros pacíficos. No son mejores los responsables políticos que se niegan a cumplir las sentencias de los tribunales sobre la lengua en Cataluña, ni TV3 que les jalea, ni los miles de ciudadanos anónimos que se callan como putas como se callaron en otro tiempo en Alemania. No se pueden legitimar consultas ilegales, deslegitimar a instituciones del Estado según conveniencia y quejarse luego de tener que llegar al Parlamento en helicóptero. Ante las reivindicaciones pacíficas de la ciudadanía, toda violencia institucional es exceso, pero ante el exceso violento de las reivindicaciones ciudadanas, toda renuncia a utilizar la violencia legítima del Estado es irresponsable y, en el caso catalanista, va asociada a complejos de ser confundidos con la imagen franquista de los grises.

La metáfora herida de la socialista Montserrat Tura debería hacerle reflexionar también a ella. Esa cruz negra en su gabardina es una más, una de las mil formas de replicarse en el tiempo la estrella de David. En Cataluña tenemos ya demasiados ejemplos: el "cordón sanitario" del Pacto del Tinell para excluir al PPC, el apelativo de "facha" o la descalificación de "colono", "imperialista" o "franquista" para cualquier organización en defensa de la libertad lingüística, fuere "El manifiesto por la igualdad de derechos lingüísticos" de 1981. La Asociación por la Tolerancia, CCC o Foro Babel, Ciudadanos o UPyD; la consideración de "anticatalán" a todo catalán que haya cuestionado la raíz totalitaria del nacionalismo o simplemente no se haya adscrito a él, como Albert Boadella; o "la condición de sospechoso" de todo aquel que ponga una bandera constitucional en su balcón o tenga por nación a España. La última versión de este fascismo postmoderno lo han verbalizado el diputado independentista López Tena al culpabilizar de la violencia de los indignados a la lengua española y a los españoles: "Todos los insultos, todas las palabras oídas durante tres manzanas por parte de toda la gente que había allí, todas eran en lengua española (...) Que cada uno saque sus consecuencias" y Carod Rovira: "Tienen, los españoles, todo el derecho del mundo a indignarse. Pero si quieren hacerlo, como españoles, lo mejor es que no se equivoquen en el mapa y se manifiesten, se indignen, se meen, pinten, griten e insulte, allí donde les corresponde: en su país".

La puta España que roba, la puta España que insulta, la puta España que agrede. La lengua de los colonos, la delata. Los judíos no tuvieron la condición de judíos exterminables de golpe, previamente fue necesario enseñar a odiarlos.

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