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Cristina Losada

¡No es esto, no es esto!

Lean a Revel los que aún leen. La causa era buena, la teoría, fantástica, sólo ha fallado un poquito la praxis. Y así se acaba por endosar el muerto a esa minoría que no representa. Nunca ha sido nadie.

Cuatro semanas después de la aparición de un novedoso e interesante fenómeno, incluso su claque más entusiasta está a punto de exclamar aquello de Ortega: "¡No es esto, no es esto!" Vale. Pero antes de darles la bienvenida al club, digamos que era "esto" desde el minuto cero. Ni siquiera tienen el mérito de haberse quitado la venda de los ojos. Se la han quitado a hostias. Así cualquiera ve las estrellas. Los propios implicados, los fundadores, los padres que incubaron a la criatura, se desvinculan de los actos más agresivos y feos. Hablan de una perversión, de una desviación de los principios del principio. Ay, la salvación por los principios, tan vieja y achacosa ella, otra vez en danza. Lean a Revel los que aún leen. La causa era buena, la teoría, fantástica, sólo ha fallado un poquito la praxis. Y así se acaba por endosar el muerto a esa minoría que no representa. Nunca ha sido nadie.

¿Y qué esperaban? La calle tiene su propia ley. La calle, como la asamblea, es tierra abonada para el totalitario, razón por la que se ha de acudir allí con especial cuidado. En tales ecosistemas siempre ganan las especies más radicales. Ya el propio carácter de movilización permanente apuntaba. Mantener a la sociedad movilizada es la meta de los ismos políticos más nefastos. Identifican a la calle con el pueblo y al parlamento con los enemigos del pueblo. Y el pobre Gómez aún propone entrar en diálogo. Pero es que ha jugado la izquierda, en extraña compañía de alguna derecha, la astuta doble carta. Desde el sistema, pero qué bien nos vienen los antisistema. Y ahí está el soy-uno-más Cayo Lara, que da pena y no da crédito tras recibir el bautismo de sus ahijados coléricos. Pues sí, el que era un movimiento transversal ejerce una transversal violencia. Igualitario.

Ahora, a ver qué dice la sociedad que, al parecer, concedía un aura de legitimidad al espectáculo. Y puede que así fuera. No en vano España, que saltó de golpe de la tradición encorsetada a la desregularización manos libres, ha tenido dificultades de juicio durante décadas. No sabía si era lícito o ilícito que se cercaran sedes de partidos, se atizara a los contrarios a una huelga, se sabotearan actos de no nacionalistas. Aún hoy no saben algunos si es bueno o malo poner bombas y asesinar al adversario. ¿Dónde están los límites? Pocos se atreverán a pronunciarse. Así, sólo rige un criterio infalible: estar con lo que diga la mayoría.

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