Poco cabe esperar de un Tribunal Constitucional cuya formación misma viola de modo flagrante el espíritu de la Carta Magna que debiera estar llamado a defender. Al cabo, si los magistrados que lo integran conservasen un mínimo, elemental sentido del pudor, presentarían su dimisión irrevocable en bloque; todos, no solo esos tres interinos con prórroga de contrato que acaban de anunciar la suya. Por lo demás, rindámonos a la evidencia: las mayorías cualificadas de Congreso y Senado que requería su nombramiento, al final, no han resultado dique suficiente para contener la insaciable bulimia de poder de la partitocracia reinante.
De ahí el truco de las cuotas, obsceno cambalache de pícaros ingeniado al objeto de doblegar el espíritu de independencia con que había nacido la institución. Tal que así, y como buenos hermanitos, PSOE y PP maquinaron apoyar cada uno a los candidatos del contrario tapándose mutuamente la nariz. Se imponía prostituir su naturaleza, sometiéndola al vasallaje del poder político. A imagen y semejanza, huelga decir, de lo que ya antes se hiciera con la Justicia, la memorable contribución de Michavila –y de Aznar López– al obituario de Montesquieu. Por algo, tan súbita, la decadencia del Tribunal: el que acaso fuera el organismo más prestigioso de nuestra democracia, transmutado en ese permanente espectáculo de contorsionismo genuflexo donde el ínclito Pascual Sala labura de jefe de pista.
Pues, aunque al lector joven le cueste creerlo, el TC supuso un ejemplo admirable de eficacia, rigor y seriedad cuando la Transición. Al punto de que únicamente la calidad de su jurisprudencia habría de hacer viable una chapuza formal como la Constitución del 78. Tiempos, los del denostado consenso, en los que, por cierto, nunca se sabía a priori el voto que emitirían los magistrados ante cuestión alguna. Y es que por aquel lejano entonces la competencia jurídica –y el temple moral– aún primaban sobre la obediencia, suprema virtud perruna siempre tan cara a Génova y Ferraz. En fin, que han avisado de sus respectivas renuncias, leo, dos "progresistas" y un "conservador". Traducido al sermo vulgaris: se marcha un propio de Artur Mas; otra que facturaba como paje en la corte de Alfredo; y un tercero, abnegado pasante de Rajoy. Hay que ver cómo está el servicio.