El mundo cultural español de nuestro tiempo suele ofrecernos pocas alegrías. Por añadidura, y gracias a los gobiernos socialistas, se ha convertido en mera prolongación del patio de Monipodio que constituye la vida política: reparto de subvenciones, premios y protagonismo publicitario para los amigos. El colmo ha sido la actual ministra González Sinde, que con la divisa Sic coronat opus (lo cual en lenguaje popular podría traducirse "Así se remata la faena") ha llegado a subvencionar sus películas y las de su familia: ¿hay quién dé más? Mientras, no es frecuente que instituciones españolas lleven a cabo grandes aportaciones al acervo de la cultura humana. Y cuando alguien lo hace, proliferan los espontáneos dispuestos a desacreditar el trabajo y –si pueden– a hundirlo. Se habla de cainismo español que, sin duda, no falta, pero más bien pienso en estupidez e ignorancia, de los cuales por acá tenemos superproducción.
La Real Academia de la Historia ha realizado en los últimos doce años una obra magna que se venía proyectando desde 1738: el Diccionario Biográfico de nuestro país y de los territorios (vastísimos) que integraron la monarquía hispánica. Ha sido una labor ciclópea que ha requerido tenacidad de dirección y trabajo ingente, minucioso y bien hecho de los coordinadores y organizadores, un esfuerzo gigantesco y sostenido en el tiempo. No puedo ni debo entrar en detalles, pero créanme que 42.000 biografías (con sus correspondientes bibliografías) y más de 5.000 colaboradores no son materia que se ventila "en dos tardes", como es fama resuelven los socialistas sus estudios y tareas. En el mundo sólo hay otra obra equiparable, el Diccionario de Oxford, que los ingleses han dedicado a su país, como es lógico. Pues bien, no han pasado ni dos días de la presentación y ya han aparecido los críticos que se regodean en sumir y mantener a nuestro país en la mediocridad y el consumo para catetos: las películas de Almodóvar, las novelas de Millás, Grandes o Lindo y el no menos prodigioso cine de Sinde.
El pretexto, como se estila en la era Rodríguez, es político: igual que los niños en fase anal, al descubrir el diccionario, se lanzan a buscar "caca, culo, pis", los progres se han abalanzado sobre los veinticinco primeros volúmenes (el año próximo saldrán otros tantos) a dictaminar –desde el inobjetable Olimpo de aquellos a quienes nada se puede criticar porque nada hacen– si el trabajillo merece el nihil obstat que sólo puede expedir su incuestionable autoridad. Obviamente, hay que empezar por Franco y cuanto con él se relacione, el resto no importa. Si el general no sale suficientemente descalabrado y zaherido –a juicio de periodistas que malamente enlazan sujeto, verbo y predicado: vean el panfleto donde escriben– significa que la obra "perderá el interés de los lectores", como ha sentenciado la ministra de Cultura, con la amenaza poco velada de cortar las ayuditas para la edición que han ido proporcionando varios ministerios desde la época de Aznar, pues en la financiación han participado entidades públicas y privadas. Y bienvenidas todas.
En verdad, no sé qué perdonan menos los socialistas, si mantener posturas diferentes a las suyas o, simplemente, que se trabaje: se nota demasiado la diferencia. Y esperemos que Mariano Rajoy y los votantes pongamos fin a esta calamidad.