La ola de cambio ha resultado imparable. Incluso los más rocosos feudos socialistas, como Castilla–La Mancha, Sevilla, el Ayuntamiento de Barcelona o el de Palencia, por poner sólo algunos ejemplos, se han visto arrollados por el potente caudal democrático expresado en las urnas. El poder autonómico ha pasado casi en bloque a manos del PP. Es sin duda el hundimiento de Zapatero, que ha sumergido al PSOE en una sima electoral a la que nunca había descendido el socialismo español desde la Transición; pero es también el resurgir de un Partido Popular, que ha alcanzado a su vez, con apenas excepciones, cimas nunca escaladas por el centro-derecha. El mandato de las urnas ha sido tan contundente que hace difícil que Zapatero pueda resistir atrincherado en La Moncloa un año más, como es su propósito.
Diez puntos de diferencia en las elecciones locales han teñido España de azul. El PP es depositario ahora no solo de un enorme volumen de poder autonómico y municipal, sino también de una confianza y una ilusión colectiva que no puede defraudar. Vienen tiempos difíciles, como consecuencia del desastre económico de Zapatero, cuyos efectos van a sufrir en primera línea ayuntamientos y comunidades autónomas. Los nuevos gobiernos van a tener que someter a sus administraciones a una estricta dieta de adelgazamiento, manteniendo al mismo tiempo la calidad de los servicios públicos esenciales. No va a ser tarea fácil, pero ese es el reto que les han encomendado los ciudadanos.
El PSOE, por su parte, tiene una digestión casi imposible de su derrota. El riesgo de que tras el hundimiento estalle un conflicto, una rebelión interna o incluso una guerra entre facciones del partido, es enorme y de consecuencias imprevisibles. Alargar la agonía del Gobierno de Zapatero durante nueve meses más puede terminar por destrozar al partido. Las primarias, si se mantienen, amenazan con sembrar el caos en un ejército en retirada. El cisma entre la izquierda social y la izquierda política puede hacerse tan profundo que lleve a un divorcio definitivo, lo que sería el suicidio electoral de sus siglas.
El problema es que un país en plena crisis como España no puede sobrevivir un año gobernado por un cadáver político. Zapatero se aferra a su cargo por el vértigo que le provoca la predecible hecatombe electoral y a la espera de que algún milagro de última hora le redima ante la historia. Habrá que estar atentos a sus movimientos en País Vasco y Navarra buscando una última tabla de salvación. Pero las presiones internas y externas que va a recibir me temo que se tornarán insoportables. Ha sido un presidente nefasto, pero puede hacer un último bien a España: abrir la puerta para el cambio político que los españoles han exigido con contundencia este pasado domingo. Tengo serías dudas de que tenga la inteligencia y el coraje necesario para hacerlo por voluntad propia, pero también poseo la convicción de que tendrá que hacerlo forzado por los acontecimientos.