La fuerza del tabú sexual
Sin presunción de inocencia, la condena moral es otro abuso. ¡Es tan fácil manipular un proceso cuando la maldad se le atribuye por defecto a una sola de las partes...!
¡Qué extrañas las indignaciones occidentales! Somos capaces de maltratar, torturar, incluso matar a nuestros semejantes y no escandalizarnos. O lo hacemos según grado de cercanía emocional, hemisferio geográfico o excitación mediática. La ideología, la patria, la venganza o cualquier otra excusa puede amortiguar, incluso disolver, el horror. Eso sí, cuando por medio está el sexo, sea por abuso o violación, la indignación es inmediata e imperdonable.
Nunca existió tiempo alguno donde la libertad sexual fuera mayor o se relativizase su valor como criterio moral; pero tampoco fueron nunca tan perseguibles los abusos sexuales o su sospecha.
La reacción mediática contra el presidente del FMI, Strauss-Kahn, es la evidencia del rechazo que Occidente siente por cualquier hombre con posición de poder cuando éste intenta abusar sexualmente de una mujer. Sin pruebas concluyentes, la mera acusación de una mujer ha bastado para abrir las portadas de la prensa de todo el mundo y, en horas, el presunto agresor haya sido declarado culpable por aclamación mediática y descabalgado de su carrera por la presidencia francesa. Son estos efectos colaterales los que quiero resaltar en estas líneas por su inquietante amenaza a cualquier hombre. No por minimizar el hipotético abuso –hay miles de noticias y artículos que ya han condenado al presunto culpable y defendido de mil formas distintas a la presunta víctima– sino porque posiblemente sea en el terreno sexual donde la presunción de inocencia no se aplique si el agresor es un hombre.
Da vértigo vivir en una sociedad donde cualquier mujer puede arruinar la vida de un profesor, de su médico de cabecera, de su jefe o del político de turno con solo presentar una denuncia y hacerla saltar a los medios. Importará poco si es la venganza de una paciente frustrada o un escarceo consentido, la broma de una alumna graciosa o el desquite de una esposa celosa. Para cuando esos matices disuelvan el enredo –si lo disuelven–, el acusado habrá quedado marcado socialmente de por vida.
No tengo ni la más remota idea de qué ocurrió en la habitación del hotel de Nueva York entre el poderoso y la camarera. No era objeto de este artículo barruntar lo que pasó, ni juzgar lo que desconozco, sino señalar el inmenso pasteleo moral, la hipócrita piedad universal por las víctimas femeninas cuando al otro lado de la balanza se habla de sexo y se apunta a un hombre poderoso.
Sin presunción de inocencia, la condena moral es otro abuso. ¡Es tan fácil manipular un proceso cuando la maldad se le atribuye por defecto a una sola de las partes...!
Reparen en esta conspiración simulada que acabo de fabular para derrocar a un político molesto: la chica contratada se presenta en la habitación, ronronea al estúpido de turno, éste se deja hacer, eyacula donde no debe, ella lo aparta a gritos mientras araña su rostro para llevarse en sus uñas piel, sangre y pelos de la víctima. Denuncia, reconocimiento y ADN de semen, sangre y piel.
Y ahora ve y demuestra que sólo fue sexo consentido.
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