España se desmorona
Mezclan agravios económicos y sociales, ciertos o falsos, con reivindicaciones identitarias que nadie discute (cuando son reales) y sólo se les ocurre pensar en la independencia para resolver los problemas: ¡qué país de necios!
Demostrar que España es un país en liquidación no parece requerir muchas pruebas. Y no sólo por obra de la codicia de la burguesía catalana o de los cazurros asesinos de la boina. Allá por 1977-78 procuraba no perderme las emisiones de la Voz de las Islas Canarias Libres, del M.P.A.I.A.C., que emitía a las once en punto de la noche desde Argel. La razón no era mi inexistente entusiasmo por el independentismo canario, ni un encargo de los servicios de información, ni siquiera el cumplimiento de una molesta promesa a la Virgen de Candelaria: tan sólo me desternillaba de risa cuando, velada tras velada, Antonio Cubillo –que ejercía un pluriempleo ejemplar de redactor, locutor, director y fabricante de noticias– nos deleitaba durante una hora construyendo su fantástica Ínsula Barataria de las siete estrellas, los orígenes guanches de quienes no lo son (empezando por él) y las hilarantes clases de idioma no menos guanche, auxiliar indispensable para crear el "hecho diferencial" que justificara la independencia de las islas. Me partía de risa, oigan, hasta saltárseme las lágrimas.
Era un tipo creativo –con más o menos acierto– y lo mismo trastocaba los nombres de los criticados (Friega y Barre, El que enternece pero no galvaniza, Fray Modesto Pijada, etc.) que pedía denominar a las islas por "sus verdaderos nombres": Tamarán, Titerogaca, Jero ("a la que los españoles llaman por mal nombre El Hierro"). Reclamaba a los patriotas que arrancaran los rótulos de las calles para que la policía goda se perdiera y no pudiera detener a esos mismos patriotas; lanzaba exhortos al "Comando Tamarán" para que actuase ya, ya mismo, poniendo bombas (de hecho, hubo algunos atentados, que, por pequeños que fuesen, tenían menos gracia); se arrebataba extendiéndose sobre los Menceyatos y cosas así. Hacía gracia por parecer completamente inofensivo (los peligrosos eran otros, como luego se vio y no precisamente en Canarias). Hasta que unos inoportunos malasombra intentaron matarle en un atentado poco claro y fuera por eso, o fuera por el fallecimiento de Bumedian, o por la tostada que el Gobierno argelino olfateara en vender gas y petróleo a España, o para buscarse el apoyo español en su choque con Marruecos, el caso es que se canceló la emisión y, andando el tiempo, Cubillo regresó a Canarias –es decir, a España– y creo que allí sigue a lo suyo, aunque ya sin invocaciones al Comando Tamarán para que cambie las señales de tráfico o interfiera las emisiones de RNE intercalando morcillas en Silbo Gomero.
Estamos en 2011 y hace unos días un jugador de fútbol canario, en las celebraciones por el éxito de su equipo en la Liga, no tuvo mejor idea que pasear una bandera independentista canaria, cosa por otro lado habitual en ese estadio, donde todos los días de labor ondean numerosas enseñas separatistas locales, amén de lemas en inglés –digamos, como mínimo– poco amistosos para el resto de España. Nunca pasa nada: ni se retiran, ni se sanciona al club, ni siquiera se excluye de la Selección Nacional a jugadores que alardean de no ser españoles, aunque lo sean hasta la médula. Nada.
Han pasado los años desde aquel entretenido sainete del "Cubillo en Argel" y los políticos en ejercicio han consentido (casi todos) que la hidra crezca y que –perdonen la frase, por lo repetida– en España no quepa un tonto más. No saben nada de historia, ni tienen la menor intención de aprenderla. Los esfuerzos, las pacientes políticas matrimoniales durante siglos (creen que todo se reduce al casamiento de Isabel y Fernando), la conjunción de intereses comunes, la acción coordinada frente al exterior, todo cuanto costó llegar a la unidad de España en un proceso de siglos, la documentación abrumadora que prueba cómo todos, aun en reinos separados, se sentían españoles, todo a la basura. Mezclan agravios económicos y sociales, ciertos o falsos, con reivindicaciones identitarias que nadie discute (cuando son reales) y sólo se les ocurre pensar en la independencia para resolver los problemas: ¡qué país de necios!
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