El "caso Bildu" es el último capítulo, al minuto en que escribo, de la tradicional rivalidad Tribunal Supremo-Tribunal Constitucional, que es el único "derby" de la capital de España ahora que el Real Madrid le gana al Atlético todos los años sin necesidad de salir de los vestuarios. La Constitución Española, ese librito que se ha quedado ya más anacrónico que una cartilla de racionamiento de la Comuna de París (y dentro de aquella su prosa agregada a pegotes), estableció oscura e incomprensiblemente que la máxima autoridad judicial del país correspondía tanto al Tribunal Supremo como al Tribunal Constitucional, según los barrios en que operaran y cómo se levantaran ambos tribunales de la siesta. Todos mandan sobre todo si es que les deja el otro, y que gane el mejor.
Llevamos treinta y tantos años en que la frecuencia de los enfrentamientos Supremo-Constitucional se ha convertido en el auténtico "clásico" de la democracia. Lo normal es que, para lo mismo, el Supremo diga buenos días y el Constitucional diga buenas noches. No ya con la legalización de "Bildu": si el Supremo dijese que no, el Constitucional legalizaría luego hasta la discriminación por urinarios de los miembros de raza blanca y la negra. Y eso cuando no entramos en conflicto de competencias. Entonces Supremo y Constitucional se suelen disputar la pieza a tirones, como si estuvieran en el primer día de las rebajas.
Respondiendo a la célebre pregunta de Felipe González, sí que hay quien le explique a los jueces lo que tienen que hacer: son los jueces que pasan a mejor vida, la de la política. Cuando los jueces son elegidos por los partidos políticos para "guardarles la cría", que se dice en mi tierra, en el que en la práctica es el más alto tribunal de España (sólo en este país puede ocurrir que un Tribunal llamado Supremo no es demasiado supremo, sino algo más bajito), entonces suelen mirar hacia su pasado de simples togados apolíticos con cierta displicencia, como la humilde "marmota" llegada del pueblo que un buen día se mete a la prostitución y ya puede comprarse abrigos y joyas. Finalmente, la inacabable guerra Supremo-Constitucional es entre los jueces ejercientes que sólo interpretan la Ley y los antiguos jueces que ahora la hacen. Porque es a eso a lo que en realidad se dedica el Constitucional: no a decidir si las cosas de la actualidad se adecúan a la dicen que vigente Constitución Española, sino a inventar una Constitución Española no escrita para que se adecúe a las cosas de la actualidad.
El TC no se siente en absoluto constreñido ni por las palabras ni por el espíritu de la Constitución Española. Tampoco podemos afeárselo mucho, en cuanto la que no se siente constreñida ni por sus palabras ni por el espíritu de la Ley es la propia Constitución Española, que nació para que cada quién leyese en su articulado lo que quisiese, sin necesidad de elevarlo al TC, y que establece cochambrosamente que España es una nación pero también otras nacionalidades, que es un Estado social como si pudiera serlo mediopensionista o que los guardadores máximos de las normas tienen otros guardadores máximos enfrente para que se pongan a tirar a ambos lados de una maroma a ver en qué consiste la norma. Los anarquistas sabrían dotarse de unas leyes más inequívocas.