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José Antonio Martínez-Abarca

Osama, no te mueras

Al cuento mágico progre de los últimos diez años se le ha roto su hechizo. Ha resultado que el ejército de los Estados Unidos estaba trabajando, no engolfado en un sinsentido.

Los mismos progres que se quejaban de que los Estados Unidos no encontraran a Osama Ben Laden son los que lamentan que por fin hayan dado con él. Se han tirado diez años acabando sus reparandorias contra el Imperio con un "y después de todo no han encontrado a Ben Laden" y ahora que ya no tienen a Ben Laden entre sus vivos predilectos advierten que lo hubiesen escondido con gusto en el sótano de su casa, para que hubiese ido tirando todavía un poco más y ellos, de paso, también hubiesen seguido colándonos su cosmovisión post 11-S, que necesitaba que Ben Laden siguiese bien, gracias y en paradero desconocido. Una vez que los Seal norteamericanos lo han baleado, no han podido ocultar su decepción y a alguno hasta se le ha escapado un responso laico o un editorial dolorido. Ha muerto un silenciado héroe progre.

Le habían cogido afecto a Ben Laden, porque desde el 2001 daba sentido a su mundo, al de los progresistas, tras que pasaran más de doce años sin tener muro al que agarrarse. Era Ben Laden, pese a su fundamentalismo islámico, el símbolo perfecto del relativismo moral, una figura que les atraía irremisiblemente. Su terrorismo (por supuesto "consecuencia de las desigualdades del mundo") tenía la coartada de ser ordenado desde una supuesta cueva, desde la pureza del desasimiento a los bienes e higienes de este mundo, un anticapitalismo ejemplarizador. El multimillonario que, poniéndose al frente de los parias del mundo, vivía en el pedregal comiendo saltamontes y bebiendo rocío. Ante la incapacidad de hallarle, además, se decía malévolamente que los Estados Unidos estaban "persiguiendo a un fantasma", en un doble sentido: no sólo se sugería que Ben Laden en realidad era sólo un producto de la paranoia estadounidense, sino que los propios atentados del 11-S podrían muy bien no haber existido jamás. Se empezó echando la culpa a los judíos y se terminó poniendo en cuestión que todos hubiésemos visto aquellas imágenes en directo. ¿Y si todo fue una película catastrofista emitida en horario infantil? El aparato mediático progre ha venido siendo tan efectivo que incluso algunas víctimas del 11-S llegarían a creer que lo vivido en sus carnes era producto de su imaginación.

Con la refrescante muerte de Osama, todo se les ha venido otra vez abajo, como con el muro. Al cuento mágico progre de los últimos diez años se le ha roto su hechizo. Ha resultado que el ejército de los Estados Unidos estaba trabajando, no engolfado en un sinsentido. Ben Laden existía, no era ningún fantasma, podía morir como todos, y, lo más hiriente para el santoral izquierdista, no moraba en ninguna despojada cueva ni en ningún eremitorio ascético de las montañas, sino como un vulgarísimo hortera, en una amplia chabola de ladrillo visto del extrarradio a la que, a juzgar por las fotos que han trascendido, sólo le faltaba el tapete de ganchillo encima del televisor y "gotelet" color carne en el escayolado del baño. Con su ajusticiamiento, de pronto los atentados del 11-S, desembarazándose de la reescritura progre de la Historia reciente, vuelven a ser muy reales. Sucedieron, y todos lo recordamos perfectamente otra vez. Muchos no le van a perdonar a Osama el haberse dejado matar. 

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