El (oscuro) dinero del poder
He ahí, por cierto, el fin de la política en su obscena desnudez. Espectáculo crepuscular de lo público convertido, sin coartadas ni disimulos, en abierto comercio de apetitos particulares, privativo monopolio de bulímicas fratrías provinciales.
"Conocer es cuantificar", ordena un viejo adagio ilustrado. Cuantifiquemos, pues. El Estado, celoso usufructuario de cerca de la mitad de la riqueza nacional, ocupa a cuarenta y seis mil de sus mejores servidores en la continua vigilancia de los contribuyentes, sujetos pasivos todos de desvelos e insomnios administrativos. Cuarenta y seis mil. Lo más granado de su infantería, es sabido. Ese mismo Estado, prevenido de los innúmeros resquicios por donde puede desvanecerse el dinero, asigna al control de las finanzas de sus custodios, los partidos políticos, un total de...diecinueve probos funcionarios; conserjes y secretarias incluidos, huelga decir. Que ahí empieza y acaba la plantilla llamada a fiscalizar las cuentas –y los cuentos– de los amiguitos del alma de Camps, Chaves, Bárcenas, el par de garrulos de la mariscada, la tocata y fuga de CiU en el Palau, los mil kilos de Montilla, las esquivas facturas opacas de PSOE, PP, PNV, ERC...
Diecinueve. Ni uno más. Y aún han tenido la humorada de llamarle tribunal a la cosa. Tribunal de Cuentas, no "¿de Cuántos?", que, ya puestos, hubiera sido lo propio. Al respecto, sostiene ahora el Consejo de Europa que el de la financiación de los partidos es uno de los grandes capítulos pendientes en España. Craso error. Muy al contrario, el de las coimas, trinques, mordidas, comisiones, cafelitos, convolutos, tres por cientos, trajes, sisas, dobladillos y camisas de once varas, es uno de los –pocos– capítulos cerrados en la España de la partitocracia. Al punto de que el propio Zapatero habrá de hacer mutis por el foro traicionando su personal compromiso de airear las contabilidades de las organizaciones políticas.
He ahí, por cierto, el fin de la política en su obscena desnudez. Espectáculo crepuscular de lo público convertido, sin coartadas ni disimulos, en abierto comercio de apetitos particulares, privativo monopolio de bulímicas fratrías provinciales. Prosaico entramado caciquil por completo ajeno a cualquier ideología o abstracción teórica. Tupida malla feudal de señores que alimentan a sus vasallos a cambio de lealtad ciega, y gleba vinculada por pactos de sangre a sus benefactores. Paraguay, sin salida al mar, posee un Ministerio de Marina. Y Cuba, otro de Justicia. ¿Por qué no presumir nosotros de un Tribunal de Cuentas? Eso sí, con diecinueve cuentistas. Ni uno más, claro.
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