No recuerdo qué griego –por aquello de que cualquier cosa que pensemos lo ha dicho antes algún griego– sentenció aquello terrible de que el necio teme a la muerte y no a lo que debería de temer, que es la vejez. Llegar a viejo no siempre es llegar a la sabiduría, sino, no tan raramente, a la depravación total, una vez liberados los anclajes con la moral consuetudinaria, es decir, cuando ya no se tiene que disimular ni comer de lo que opinen los demás. Yo, siguiendo al griego, tengo miedo de todas las muertes menos la propia, que será seguramente la que menos lamente después, y temo muchísimo a la vejez, sobre todo a la ajena. Porque cuando se decide ser inmoral en el ocaso, se es inmoral insuperablemente.
Cómo no se nos va a poner la carne de gallina al recordar a aquel sinuoso autor de "la música callada del toreo", el tal José Bergamín, renegado español que en sus últimos años, elogiando en sus escritos a los que silenciaban profesionalmente en el País Vasco y los enviaban a la gente a lo que en mi pueblo llaman "el barrio de los callados", hizo méritos para figurar en cualquier egregia lista electoral de Batasuna. Bergamín, llegado a la que los manuales de autoayuda definen como "edad de oro", dijo cosas "abertzales" en Egin a las que algunos "corbatasunos" no se hubiesen atrevido. Y cómo no entregarnos a la melancolía sobre los efectos terribles del paso del tiempo al recordar que aquel tertuliano bonancible y esforzadamente objetivo, a aquel Antonio Álvarez Solís al que convidaban a los programas de mayor audiencia por ser supuestamente epígono de la ecuanimidad y el buen rollo, que hoy figura en la parrilla de salida electoral del último franquiciado etarra, Bildu. Y a sus años, porque no ha encontrado una forma mejor de orinar sobre su lápida antes de que le llegue la hora de morar debajo de ella. ¿Cómo no tener pavor a la vejez?
A veces desde dentro del anciano presuntamente respetable y aseado, con una carcasa impoluta y hasta bella, surge de pronto una larva repugnante que se nos había pasado inadvertida hasta ese momento. A veces la edad perfecta para ser irrazonable no es la juventud, esa enfermedad que en nuestra sociedad no necesariamente se cura con el tiempo (en el –magnífico– programa que TVE le ha dedicado a los treinta años de la muerte de Josep Pla hemos visto a Jordi Pujol quejarse de que el ampurdanés inmortal achacara sus ocurrencias políticas a que "es usted muy joven"), sino la ancianidad, que por imperativo biológico se suele curar antes. Pero el daño que estos viejos indignos, zapadores de su propia biografía, causan a la reflexión sobre la condición humana es inmenso. Después de comprobar qué había realmente dentro de Álvarez Solís, sólo un achacoso batasuno, ¿quién se fía a partir de ahora del buen abuelito de Heidi?