La historia de España cuenta con pocos episodios tan deplorables como el de la II República. Fernando VII, seguro. Los Pactos de Familia con la Francia borbónica, quizá.
Llegó de modo, cuanto menos, dudoso. El 14 de abril los republicanos perdieron, por mucho, unas elecciones que ni siquiera eran generales sino municipales y cambiaron el Régimen, con Comité Revolucionario incluido, sólo mediante la aquiescencia cobarde de Su Majestad en forma de huida a medianoche. En lo económico la República fue desastrosa, como ayer mismo explicaba en Tercera de ABC el maestro Juan Velarde: hundió el poder adquisitivo de los campesinos, incrementó espectacularmente el paro en las ciudades, empobreció al país y acentuó intervencionismo y corporativismo. En lo político la mayoría de derechos y libertades ciudadanos ya habían sido promulgados por la Restauración salvo el voto femenino al que se opusieron con fiereza y, afortunadamente sin éxito, las izquierdas.
Lo único que verdaderamente promovió la República fue el enfrentamiento entre españoles. A partir de 1934 la izquierda comenzó a impulsar un enfrentamiento civil convencida de ganarlo para instaurar un estado socialista y revolucionario. El asesinato de Calvo Sotelo a manos de los guardaespaldas del socialista Indalecio Prieto no hizo sino prender una mecha que algunos llevaban ya dos años tendiendo cuidadosamente.
Pero pierden la guerra y a partir de 1939 se pone en marcha un curioso fenómeno de "santificación de la República": se olvida la catástrofe económica, se encala Casas Viejas, se maquilla el comunismo creciente y se bendice, si hace falta, la quema de conventos. A partir de los años sesenta, con el progresivo "entuñonamiento" de la historiografía española, el proceso es, ya, imparable.
La II República se convierte así en el único referente histórico permitido a los españoles. Olvidado el Medievo, se desdeñan Descubrimiento y Conquista de América por imperialistas pero sobre todo por católicos, se acepta, entera, la Leyenda Negra y desde Felipe II se describe una implacable decadencia que nos deposita a orillas de 1931 para que emerja, salvadora, la República, como la verdad del pozo. El siglo XIX queda reducido a rigodón de espadones rijosos y la admirable Restauración al "turnismo": un circo de pulgas de tres pistas con Cánovas fungiendo de empresario.
Así las cosas, la II República comienza a funcionar como mito arcádico y fundacional. Políticamente sólo es legítimo lo que de su espíritu proceda. Esto, por supuesto, no ocurre por casualidad. Su función es otorgar a la izquierda una legitimidad que sabrá explotar a fondo y hasta hoy. Y si la izquierda emergió, políticamente por completo armada, de la cabeza de la República, quien se oponga a ella ha de proceder por fuerza de la Guerra Civil y del franquismo.
Articular una oposición ideológica, cultural y electoral al socialismo pasa en España por trenzar tres componentes heterogéneos: España, liberalismo y catolicismo. La función del mito republicano consiste en prohibir a la derecha española el uso de dos de esos hilos. En la mayoría de los casos ya se encarga ella sola de renunciar al liberalismo.
De ahí que el socialismo haya dedicado lo mejor de sus esfuerzos a jibarizar la idea de España y a impedir cualquier participación de los católicos como tales en la vida pública. De ahí el error de una derecha que ha aceptado mansamente estas reglas del juego que la condenan a gobernar exclusivamente cuando los socialistas, ahora como con Felipe han excedido todo límite de incompetencia y corrupción.
Para la izquierda, la historia de España comienza un 14 de abril de 1931 y termina, según convenga, en el 36 o en el 39. Eso es todo. Sólo del pozo de la II República puede extraerse legitimidad histórico-política y es todo suyo.