El arriba firmante no es un entusiasta de Mu’ammar al-Qaddafi, aunque no cree que sea peor que Saddam Husein o tantos otros. Si lo desea, el amable lector puede consultar mis artículos al respecto en ABC (17.12.07) y Libertad Digital (4.6.05), en los cuales expongo mis puntos de vista sobre tan señero tan tirano, de modo que evitamos repeticiones, pero conviene resaltar que esos textos se publicaron cuando el tipo se hallaba en la cresta de la ola y por acá todo el mundo lo abrazaba, recién perdonado por sus nada veniales pecadillos de terrorismo, pero readmitido en el club de los compradores de armas y vendedores de petróleo a quienes no se formulan preguntas.
Nuestra preocupación del momento se centra más bien, en primer término, sobre los rebeldes, un heterogéneo magma en el que tuiteros y blogueros son pocos y pintan menos, por lo que colijo cotejando informaciones varias. Entre ellos es de destacar el componente de fondo racial bereber, aunque fuertemente arabizados en lo cultural, tras una dura y persistente aculturación de muchos siglos. Y con una base social sustentada por islamistas de diverso pelaje, si bien con el denominador común y arrasador de toda diferencia de marchar tras el mandato divino: casi ná. Se ha señalado el hecho de que el jefe del Consejo rebelde – Mustafa Abd el-Jalil– fuera ministro de Justicia de Qaddafi, lo cual desde luego no es una buena carta de presentación, pero a nuestro juicio son mucho más graves dos rasgos de su semblante que aquí han pasado desapercibidos, pero que cobran un significado determinante en una sociedad (la suya, no la nuestra: no nos equivoquemos) en que gestos, símbolos y signos externos resultan decisivos y a veces únicos en la valoración de las personas. Me refiero a la barba y, en especial, a la "pasa" (zabiba) en su frente, prueba de los miles y miles de horas que el individuo ha pasado rezando. Quien quiera entender que entienda y, si no, que siga emocionándose con los tuiteros.
En segundo lugar –aspecto que no veo con claridad, por lo cruzados y semiocultos que están los intereses– se encuentra la motivación para que Francia haya decidido proteger a los alzados, denominando "derechos humanos" a sus carencias de armamento y organización. Y, por cierto, no se insista en compararles con el "ejército de Pancho Villa". Ya quisieran: cuando hagan algo como la batalla de Torreón o la Toma de Zacatecas, hablamos. Sí es significativo que Alemania se haya abstenido de intervenir, que Estados Unidos ande buscando quitarse de primera fila (amén de las reticencias críticas de Rusia y China) o que Italia no sepa cómo escurrir el bulto, pillada por la geografía. Decir que se ponen los medios –lo menos arriesgados posibles, gracias a la tecnología– para defender a la población es una broma de mal gusto que nadie cree. Tal vez una explicación estribe en el designio francés de extender su influencia (y sus ventas) por el norte de África, en un país en el que España e Italia estaban ganando demasiado terreno a ojos de nuestros supuestos amigos transpirenaicos, siempre atentos a comerse todos los pasteles. No obstante, debemos admitir que ésta es sólo una conjetura y habrá que esperar a ulteriores acontecimientos para llegar a una conclusión.
Y por último, varias preguntas: una vez derribado Qaddafi, quienes le sustituyan ¿serán menos malos? ¿Alguien tiene pensado cómo conducir el postqaddafismo y hacia dónde? ¿Han calculado que borrar del mapa la aviación y las armas pesadas del dictador puede prolongar el conflicto por la incapacidad de ambos contendientes para aplastar al adversario? Y la principal, en mi opinión: ¿qué gana España, o qué pierde, en este pleito? Por fortuna, la respuesta nos la daba una gran pancarta, en árabe, en la manifestación de Izquierda Unida contra la intervención: "Que caiga el despotismo". Eso, que caiga.
P.D.: Para Divara, Percy y otros amigos: agradezco sus peticiones de que escriba más, pero ruego comprendan, por razones obvias, que eso no depende sólo de mí. De todos modos, gracias.