Tres hechos han impresionado al mundo ante el maremoto de Japón: la dimensión visual de la catástrofe, la amenaza nuclear y el comportamiento cívico de los japoneses. El horror de los primeros nos conmueven, la naturalidad del último nos fascina. Las imágenes de la cola en un supermercado de gentes tan desamparadas como pacientes en la espera de su turno han bastado para emocionarnos por su civismo.
Ahora que nuestro sistema educativo ha renunciado a educar, la familia tradicional ha renunciado a convencer a los hijos de la conveniencia de aplazar las gratificaciones como fundamento de nuestras emociones, y los medios audiovisuales e internet dan todo a cambio de ningún esfuerzo, podemos apreciar por contraste el valor de una cultura que es capaz de saber comportarse en los momentos más difíciles. No es por casualidad, sino por educación y concepción cultural.
J. A. Marina en El laberinto sentimental (Anagrama) nos aclara la diferencia por boca de Takeo Murae: "Al contrario que en Occidente, no se anima a los niños japoneses a enfatizar la independencia y la autonomía individuales. Son educados en una cultura de la interdependencia; la cultura del amae: el ego occidental es individualista y fomenta una personalidad autónoma, dominante, dura, competitiva y agresiva. Por el contrario, la cultura japonesa está orientada a las relaciones sociales, y la personalidad tipo es dependiente, humilde, flexible, pasiva, obediente y no agresiva. Las relaciones favorecidas por el ego occidental son contractuales, las favorecidas por la cultura del amae son incondicionales". He aquí el origen del contraste. Para bien y para mal, la cultura occidental es individualista y la cultura japonesa, comunitaria.
La cultura occidental concibe la naturaleza como una fuente inagotable de recursos que hay que explotar y apropiar. El valor supremo es la libertad, y ésta, siempre y antes que cualquier otra cosa, es individual. Los mismos derechos humanos tienen por fundamento al individuo concreto, nunca al grupo o la comunidad. Ese individualismo que se concreta en el liberalismo económico y político tiene sus contrapartidas: los sujetos celosos de su individualidad suelen centrar sus emociones en el ego y en él aparecen con demasiada naturalidad, la ira, el orgullo, la satisfacción por los logros, nada de lo cual casa bien con la colaboración y el civismo sin vigilantes.
Sin embargo, la cultura japonesa es comunitaria y su sociedad interdependiente. Fomenta las emociones dirigidas a otros, como la empatía y el respeto a los demás. De ahí ese comportamiento cívico que nos extraña. Es tan fuerte el individualismo en nuestra sociedad que trabajar en equipo es la excepción, no la regla. Al contrario que en la cultura japonesa donde la colaboración forma parte de la vida, de su forma de entender la relación con los demás. El otro no es un rival, es una posibilidad; el empresario no es un enemigo, es parte de un engranaje al que sirvo y me sirve, y del que depende la sociedad entera.
Sería precipitado caer en la admiración del exotismo oriental por su culto a la empatía social. Tienes sus ventajas. Las hemos visto en su comportamiento ejemplar en medio de la tragedia. También sus limitaciones: obediencia ritual a la jerarquía, renuncia a la individualidad, incluso allí donde es aconsejable afirmarla, como en la defensa de los derechos de la mujer o la pasividad ante el abuso del poder. Esa es sin duda la causa primera de que hoy estemos pendientes del infierno nuclear. La empresa propietaria de las centrales debía haber actualizado las medidas de seguridad de éstas en 2005. No lo hizo. El Gobierno tampoco la fiscalizó. Es el peligro de una sociedad obediente. Acaba por convertirse en sumisa. Y a veces instrumentalizada por los peores autoritarismos, o como en este caso, por intereses inconfesables.
Por el contrario, este desagradable culto al ego de la cultura occidental no siempre desemboca en una sociedad insolidaria, violenta y deshumanizada. También nos garantiza la autonomía personal y la libertad democrática sin las cuales el poder acabaría por acapararlo todo. Puede que la respuesta esté en Aristóteles: "la virtud es un justo medio entre dos extremos".
Mientras reflexiono sobre ello, me asalta una duda inquietante: "¿Y si la seguridad en las centrales nucleares fuera un mito...?".