Los peliculeros españoles suelen lamentarse de la desafección de gran parte de su público natural: la población de España. Muchos de ellos no sólo declaran directamente sus preferencias políticas, con la obvia intención de influir en unos espectadores a quienes consideran débiles mentales (aunque sospecho que no más convencen a los ya convencidos), sino que numerosos actores, directores, cantantes, actrices, cómicos varios y demás comparsa van mucho más allá y sin rebozo insultan (con insultos concretos, no con vagas condenas) a los votantes de la derecha (J.L. Cuerda no es el único), o al mismo país que les da de comer (el Rubianes tampoco era el único). Después fingen mohínes de sorpresa victimista por la tirria que se han ganado a pulso.
Sin embargo, hay otro mal, digamos técnico. Persuadidos los peliculeros de que, en el país de los éxitos de Torrente, al español medio se le puede dar alfalfa, seguros de que la comerá, se multiplican los imitadores. Pero no es irremediable que al espectador indígena le encante la hierba como almuerzo –al menos no a todos–, aunque los taquillazos de Torrente requieran un análisis individualizado y sean para preocuparse. Viene esto a propósito del filmIspansi de Carlos Iglesias que, con un desprecio absoluto de la capacidad racional del receptor, propone una historia inverosímil y absurda, basándose en un hecho histórico cierto: la evacuación a la URSS de los llamados "niños de la guerra", infelices criaturas a quienes el gobierno de la República condenó al exilio, el desarraigo y la carencia de afectos familiares verdaderos. Todo antes que dejarles caer en las odiosas garras criminales del fascismo: como es sabido, con tal decisión, hicieron un pan como unas hostias, por decirlo popularmente. Y es claro que hay materia para un o varios filmes excelentes, si se hace bien. No es el caso.
Se pretende una equidistancia, más falsa que las sonrisas de Zapatero, en la cual los culpables de la guerra civil, de la mundial y hasta de la muerte de un niño en un accidente de tren en Rusia (el hijo de la protagonista) son, faltaría más, los fachas hispanos..., pero no en boca de un rojo –discurso que sería esperable– sino de una señorita bien de requetederechas (la susodicha protagonista), cuyo hermano –oficial en la División Azul– odia a "los putos alemanes", para cuyo triunfo se juega el pellejo en Rusia, y que llega a ordenar el asesinato de un soldado alemán para encubrir la fuga que promueve de guerrilleros rojos –¡pero españoles!– capturados por los mismos alemanes. Todo muy razonable. Sin embargo, la cosa había empezado peor al presentar a un comisario político (el actor principal, o sea Iglesias) del PCE adscrito a guerrillas del Ejército Rojo, que se la pasa deambulando felizmente a su aire por los ferrocarriles soviéticos, durante –sin exagerar– unos dos años, por lo que conoce a la señoritinga, que dio un mal paso años atrás y termina fungiendo de acompañante y madre clandestina de uno de los críos evacuados. Para soltar la risa, si la entrada no costase 7,50 €.
Se salta de unas a otras situaciones sin ton ni son y sin que falten truculencias o guarradas gratuitas (enfocar un bacín lleno de orines cuando la señoritinga intenta abortar, como si el panorama no fuese lo bastante dramático), ni incongruencias estúpidas: el facha hermano de la señoritinga (después divisionario en Rusia) se dedica a pasear por Madrid el 18 de julio del 36 luciendo una camisa azul mahón, con lo que vuelve a casa descalabrado y la hermanita, encima, le recrimina: "Vestido así, ¡das miedo!". Como si aquellos hornos estuvieran para tales bollos y en el lugar y la fecha los amenazantes y peligrosos fueran los falangistas.
No vi la primera entrega de la serie de Iglesias sobre españoles en el extranjero (Un franco, catorce pesetas) y desconozco si me perdí algo grandioso, pero, desde luego, que no me esperen para la tercera. Y que sigan lamentándose porque vemos poco cine español.