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Adolfo D. Lozano

¿Que tengo que comer qué?

Cuando en 1919 el cardiólogo Blake Donaldson comenzó a prescribir dietas basadas en carne a sus pacientes obesos lo hizo basándose en las opiniones de los antropólogos del Museo de Historia Natural de Nueva York

No poca gente suele sorprenderse cuando se le sugiere que debe consumir productos de origen animal (junto con vegetales, claro), o que no debe demonizar la grasa; tampoco la saturada de la mantequilla, la nata o el coco. Más aún cuando se le propone como solución al sobrepeso o problemas metabólicos. En realidad se trata simplemente de volver a nuestras raíces nutricionales como especie. Cuando en 1919 el cardiólogo Blake Donaldson comenzó a prescribir dietas basadas en carne a sus pacientes obesos, o "gordos cardíacos" que es como les denominaba, lo hizo basándose en las opiniones de los antropólogos del Museo de Historia Natural de Nueva York, a quienes les preguntó qué comían nuestros ancestros prehistóricos. Tras cuatro décadas de práctica, Donaldson consiguió tratar con éxito a unos diecisiete mil pacientes con problemas de peso.

Hacer de una dieta restringida en carbohidratos algo terapéutico es una idea claramente ilustrada por las investigaciones de la doctora Kerin O’Dea con aborígenes australianos desde los años 80. Cuando se medían inicialmente la glucosa e insulina en los aborígenes australianos urbanizados u occidentalizados se encontraron valores muy elevados, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta que sus dietas se basaban en azúcar, harina y arroz refinados, refrescos o cerveza, así como carnes grasas procesadas y baratas. Aquellas dietas se componían de un 50% o más de carbohidratos y sólo un 10% de proteína, siendo lo restante grasa.

El experimento de O’Dea consistía en modificar radicalmente esas dietas occidentales, sometiéndoles a dietas semejantes a las originales de esos aborígenes. Sólo tras dos semanas de probar con una dieta con un 70% de proteína y sólo un 5% de carbohidratos, redujeron su glucosa y su insulina en ayunas. Si bien no soy partidario de una dieta tan elevada en proteína al menos para la población general, es importante ver una vez más el impacto que puede tener la dieta, para bien o para mal.

Más destacable fue el desarrollo de estudios a medio plazo de O’Dean con grupos de aborígenes australianos. En función de si éstos residían en la costa o en el interior, consumieron dietas de entre 50% a 80% de proteína, 13% a 40% de grasa y 5 a 33% de carbohidratos. En siete semanas, de media su glucosa descendió de 210 mg/dl a 118 mg/dl. Su insulina se redujo casi a la mitad, 23 mU/ml a 12 mU/ml. Y sorprendente fue la reducción de triglicéridos, de 354 mg/dl a 106 mg/dl. Además, el ejercicio físico no fue un factor para explicar estos resultados, ya que incluso fueron menos activos los aborígenes durante el estudio.

El mensaje es claro: si deseamos desarrollar una enfermedad occidental debemos empezar por seguir una dieta occidental. Esto es, una dieta rica en carbohidratos, preferentemente refinados, pobre en proteína de calidad y grasas tradicionales. En su lugar, grasas de la era industrial como aceites de girasol, soja o maíz así como grasas hidrogenadas. Y no sólo se trata de la diabetes, el sobrepeso y los problemas metabólicos. La lista para elegir es larga: enfermedad cardiovascular, Alzheimer, Parkinson, cáncer... incluso caries o enfermedad periodontal.

La influencia a nivel poblacional de la dieta cambiante puede corroborarse con muchos ejemplos más. Es el caso de las mujeres japonesas, con un índice muy bajo de cáncer de pecho. Pero, ¿qué sucede cuando emigran a EEUU? Que en dos generaciones ya sufren la misma incidencia de cáncer de pecho que el resto de mujeres norteamericanas. Los inuit esquimales desconocían el cáncer de pecho hasta la década de 1960. ¿Qué sucedió entonces? Su dieta se empezó a occidentalizar. A mí me gusta decir que sus dietas se empezaron a volver proinflamatorias.

Cojamos cualesquiera dos poblaciones con mismos grupos de edad, una población con una dieta ancestral (probablemente un área rural) y la otra con una dieta occidental (probablemente un área urbana) y comparemos la incidencia de una enfermedad crónica. Que encontraremos diferencias, y en la mayoría de casos reseñables cuando no muy notables, es algo sin controversia en la antropología clínica y nutricional de los últimos dos siglos.

Por fortuna, podemos seguir dietas tradicionales y antiinflamatorias sin necesidad de vivir en una cabaña, y disfrutando de las comodidades de la civilización. Nuestros políticos suelen hablar de reformas sanitarias de uno u otro tipo cuando se les inquiere sobre una solución para una sociedad tristemente "enfermante". Hablan de inversiones, de costes, de elevados presupuestos. ¿Pero han considerado que existen soluciones de bajo coste y sobre todo de grandes resultados? Por desgracia, para la mayoría sigue siendo una revelación, pero puede que la solución y el cambio comiencen por sólo cinco letras: el cambio de la "dieta".

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