Que puede es indudable, ya lo ha hecho. Pero, ¿debió hacerlo? Dado que fui uno de los investigadores más perseverantes del caso Guerra, lo que me acarreó la dudosa distinción de una querella criminal interpuesta por el mismísimo fiscal general del Estado, Leopoldo Torres –ni siquiera fue admitida a trámite en el juzgado– creo necesario aportar una reflexión.
Soy de los que cree ahora, a la vista de los sucesos ocurridos en los últimos años, que el caso Juan Guerra fue utilizado malintencionadamente por gente de su propio partido, y por otros, claro, para cargarse el dúo inicial despellejando a Arfonso y dejando manos libres a Felipe González en el destino del PSOE. Comenzaba el año 1990.
Una de las exclusivas más atronadoras que publiqué en El Mundo cuando era su delegado en Andalucía –período 1989-1995, seis años decisivos que algunos se empeñan en eliminar de la historia, precisamente la más gloriosa por pionera de El Mundo–, me fue "destiladas" por quienes ya entonces jugaban en el banquillo felipista. Recuerdo una de aquellas portadas atómicas a cinco columnas: El PSOE ofrece un puesto en el Consejo General de Poder Judicial al juez del caso Guerra, Ángel Márquez. O algo así. ¿Quién fue el oferente? El catedrático Horacio Oliva, contratado por el grupo guerrista. ¿Quién fue el susurrante? Ya he dicho la seña, pero he de reservarme el santo.
Mi reflexión viene avalada por un comportamiento lejano al canallesco que imperaba entonces en unos juzgados donde la mayoría de los compañeros no tocaban bola porque para tocarla había que trabajar y que sus medios quisieran entrar en la guerra de los Guerra.
Creo que debo ser de los pocos periodistas que han escrito una nota de puño y letra al entonces letrado de Juan Guerra, Antonio Mates, cuando El Mundo publicó una calumnia como una catedral: que Juan Guerra estafaba a las hermanitas de los Pobres. Nada menos. Le pedí perdón y consentí que usara esa misiva mía como le conviniera. A pesar de mis intentos, ni siquiera Fernando Garea, entonces responsable de la sección nacional, quiso rectificar aquella infamia. Esta prueba, de mi puño y letra, existe y está entre los papeles de Mates. De haberla hecho pública, hubiera significado mi expulsión y despido inmediatos de El Mundo y un grande perjuicio profesional y económico para mi vida personal y familiar. Nunca Juan Guerra, ni sus abogados, hicieron uso de ella. Pero estar, está. Y existir, existe. Era materia moral.
Dicho esto, añado ahora que Alfonso Guerra no debió jamás caer en la tentación de aceptar una distinción que no es justa ni es seria ni es moral. Creí que era más inteligente y digno. No es justa porque el caso Guerra existió y allí pasaron muchas cosas. Hubo condenas judiciales y una clara responsabilidad política por su parte. Su hermano Juan no aterrizó en el despacho de la delegación del Gobierno como si fuera un OVNI, miserable testimonio de Fali Delgado, asistente de Guerra, y de otros altos cargos. Y por ello, su comportamiento, el de ambos hermanos pero sobre todo el de Alfonso, no puede ser elegido como modelo de "predilección" política por gente cabal, moral y amante de Andalucía.
Pero no es sólo por el caso Guerra. Tampoco es digno de predilección por su manera de "dar caña", esto es, insultar, descalificar y, muchas veces, difamar al principal partido del gobierno, UCD en su día, o de la oposición, el PP después.
No es su conducta una conducta seria porque recogió de muchos de los que urdieron su caída una distinción inmerecida en una ceremonia teatral ya pasada de moda e hipócrita desde el primer acto. Esperpento, creo podría llamarse.
No respeta tampoco a las instituciones andaluzas sino que confirma que el PSOE andaluz las mangonea a su antojo contagiándoles sus graves enfermedades democráticas. Ni siquiera, ya en el final de la vida, este hombre ha sabido mantener la compostura.
No, no es moral. Me recuerda este episodio al mucho más grave protagonizado por Largo Caballero cuando declaró ante el juez que lo de 1934 y la revolución antidemocrática de Asturias no fue más que un juego de niños, sin armas, ni planificación ni PSOE ni nada. Mintió y lo admite. Y añade:
¿Hice bien o mal al proceder como lo hice? ¿Debía entregar a la voracidad de la justicia burguesa a un defensor del proletariado? Mi conciencia está tranquila. Estoy convencido de haber cumplido con mi deber, pues ofrecerme como víctima sin beneficio alguno para la causa del proletariado hubiera sido tan inocente como inútil.
Esto, don Alfonso, fue inmoral. Lo que usted ha hecho, también lo es. Hasta que el PSOE no comprenda esta sencilla cuestión, que la democracia exige una moral sencilla pero concreta, España no tendrá remedio.