Existen algunas pésimas propuestas políticas que tienen la fea costumbre de reaparecer cada cierto tiempo. Por supuesto, siempre se trata de ese tipo de ideas cuya aplicación supondría un ataque directo a la libertad y el bolsillo de los ciudadanos. Y es precisamente por eso, sobre todo por su dimensión recaudatoria, por lo que resultan tan recurrentes y tienen la sorprendente capacidad de reproducirse en lugares separados entre sí por miles de kilómetros y lenguas diferentes.
Ejemplo de lo que comentábamos en el párrafo anterior es la última idea de un destacado dirigente sindical comunista del Reino Unido. El líder de la Unión de Trabajadores Ferroviarios, Marítimos y del Transporte (RMT, por sus siglas en inglés), Bob Crow, ha propuesto combatir el déficit público de su país imponiendo un impuesto de un penique a cada correo electrónico que envíen los ciudadanos británicos. Tan descabellada propuesta no es, sin embargo, nueva en la vieja Europa. Ni tan siquiera es original de la izquierda.
Si nos remontamos a mayo de 2006, encontramos que un eurodiputado francés de la UMP de Nicolas Sarkozy (entonces presidido por Alan Juppé y liderado de facto por Chicac) propuso una medida similar para financiar la Unión Europea. Lo peor de todo es que la UE creó un grupo de trabajo para estudiar la cuestión. Por fortuna, quedó en nada. Pero él tampoco fue original. El Gobierno de Berlusconi también había estudiado, un año antes, reducir el déficit público italiano mediante la misma vía. No obstante, ante las elecciones generales decidió dar marcha atrás. En definitiva, estas ideas consistentes en tratar de sangrar las cuentas corrientes de los ciudadanos para financiar unas ineficientes estructuras públicas poniendo impuestos a actividades que nada tienen que ver con ellas no están relacionadas con una ideología concreta. Bueno, en realidad sí. Responden a una que no suele ser percibida como tal: el estatismo, que pone a la Administración siempre por encima de las personas.
Además de resultar abusivo, un impuesto a los correos electrónicos resultaría casi imposible por cuestiones técnicas. El único modo de implementarlo sería imponiendo un control de las actividades online casi absoluto que supondría un ataque directo a la intimidad de los internautas. Es cierto que los proveedores de internet están obligados a retener los datos de navegación de los ciudadanos (qué páginas visitan o con quién intercambian correos electrónicos, entre otras cosas) por decisión de la UE y de los Estados miembros. Pero, al menos, para poder acceder a esa información las fuerzas de seguridad necesitan orden judicial. Sin embargo, para cobrar impuestos sobre el correo electrónico las Autoridades Tributarias deberían tener un acceso libre y absoluto a esa información sin necesidad de que intervenga un juez. ¿Quién nos garantiza que los Gobiernos no fueran a abusar de la información así obtenida? Nadie.
Aunque por el momento la propuesta en cuestión se ha quedado siempre en nada, no hay que descartar que antes o después algún Gobierno u organismo comunitario decida llevarla a la práctica. Las ideas nocivas para los ciudadanos destinadas a incrementar los ingresos estatales y el control de los individuos suelen terminar imponiéndose antes o después. Esperemos que no sea el caso.