¿El fin de Qadafi?
No deseo aguar la fiesta a nadie, pero hace falta más que un discurso –por muy patético que resulte– para poder anunciar con certeza el final de un dictador.
La aparición de Qadafi ante las cámaras de televisión hace apenas unas horas ha disparado los comentarios en el sentido de que resulta innegable que le quedan sólo unos días en el poder. No deseo detenerme en el hecho de que un discurso pronunciado en árabe –o en alemán– impresiona más que uno trazado en italiano o en francés.
Aún así, por muy irritado que haya aparecido el dictador libio, de ese discurso no se puede desprender que Qadafi, necesariamente, tenga los días contados. Los precedentes históricos son obvios. El 30 de enero de 1945, Hitler pronunció su último discurso público conmemorando su llegada al poder doce años antes. La guerra estaba más que decidida y el Führer se guarecía en el bunker, pero si se escuchan con atención sus palabras –y no se conoce lo que estaba sucediendo en el territorio del Reich– no se hubiera podido pensar que se encontraba al final de su carrera.
Por el contrario, lanzaba baladronadas recordando el bien que había hecho a Alemania, advirtiendo del peligro judío que controlaba, supuestamente, a la URSS y anunciando un futuro glorioso para Alemania. Con tres grandes ejércitos machacando el III Reich, el Führer aguantó todavía un trimestre antes de levantarse la tapa de los sesos. En algunos casos, al dictador todavía le salió mejor.
Más seguro si cabe que el demencial Führer estuvo Stalin en su último discurso, pronunciado el 16 de octubre de 1952 ante el Politburó de la extinta URSS. A decir verdad, la manera en que se dirigió a Mikoyan o Molotov seguramente les quitó el sueño aquella noche. Fue el último discurso. Punto. Sin caída.
Aún mejor ha salido ese último discurso en territorio hispano. El 1 de octubre de 1975, un Franco triturado por la enfermedad se dirigía a centenares de miles de personas apiñadas en la Plaza de Oriente. Murió en la cama casi dos meses después y su sucesión se desarrolló de acuerdo a lo articulado por él a lo largo de sus décadas de poder personal. No deseo aguar la fiesta a nadie, pero hace falta más que un discurso –por muy patético que resulte– para poder anunciar con certeza el final de un dictador.
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