Entre la rebolica o recalcuza de mensajes de apoyo procedentes de todas las ideologías que ha recibido, al conocerse lo de su tumor, la presidenta madrileña Esperanza Aguirre hay tanta piedad general como estupefacción. Si acaso, más estupefacción aún que piedad. De pronto, al enterarse muchos que Aguirre tenía un bulto en el pecho de ésos que si degeneran ponen las cosas feas, se han dado cuenta de algo imprevisible, perfectamente inaudito, que había sido cuidadosamente ocultado por la izquierda hasta ahora: que Aguirre es una mujer. Consternación general. Cómo es posible.
Hasta ahora había para muchos la convicción, porque de ello se ha encargado la prensa correcta –tan abrumadora–, de que la presidenta madrileña no era una combinación de cromosomas humanos sino una anónima plaga capitalista y salvaje que se apostaba sobre Madrid como una "boina" de gases de efecto invernadero. Una representación perfecta, aunque de origen desconocido, de una especie de mal cósmico que, según múltiples testigos presenciales consultados por el candidato Tomás Gómez, de noche succiona la sangre de los enfermos en la sanidad pública y se come a los niños crudos sacándolos de las guarderías de la enseñanza también pública. Un ente indecible que, si Madrid tuviese mar, galoparía hasta enterrar en él a los inmigrantes, los pobres, los de la superioridad ética, los que aún leen los suplementos culturales, en definitiva, en lenguaje confortador por el que te ganas una indulgencia plenaria en los periódicos de
referencia, "los desfavorecidos". Pero se ha rasgado el velo de Maya que hacía de Esperanza Aguirre no alguien físico, una discusión en la que tenían todas las de perder, sino un concepto abstracto, irreconocible, la suma de todas las sevicias sin mezcla de progresía alguna. Y el público que no la votaba y que sólo habían oído hablar de ella a las presentadoras pijas de los magazines neoéticos en las cadenas postmarxistas no sale de su estupor. Esperanza es una mujer. El tambalillo se les ha venido abajo.
Esperanza, un junco pensante que sufre como los demás, por utilizar términos pascalianos. Y sufre de las mismas enfermedades, nada menos, que las protegidas de Leire Pajín. La revelación es de efectos tremebundos: ahora es cuando se ve que entre lo que el PSOE trata de hacer pasar como prototipo moderno de mujeres y simplemente las mujeres hay una distancia que no deja de ser cómica (también cósmica). La izquierda viene jugando con la idea, fundamental para que se sostenga todo su entramado, de que la única mujer posible es la que ellos sacan de sus zahúrdas innominadas y sus agencias de flamenco, y por tanto cualquier crítica a sus insuficiencias se hace a un completo género. Ha bastado un bultito para hacer caer ese otro muro. Ha sido demasiado descubrir, por causa de un mal que la izquierda no ha podido circunscribir a una ideología, que Esperanza Aguirre es al menos igual de mujer que la célebre diputada López i Chamosa, y no un organismo indescriptible que ha tomado forma femenina para, desde dentro, dejar en estricto ridículo toda la discriminación positiva del PSOE, todo su discurso de valores subterráneos que promociona a lo peor de cada casa si es que no hay más malo en la casa de al lado.
Ahora la izquierda ya no sólo se enfrenta al exponente de una gestión contra la que no pueden competir, sino a una mujer que ya no tienen forma de ocultar que es infinitamente superior a todo lo que ellos pueden ofrecer.
José Antonio Martínez-Abarca
Sorpresa, Aguirre es mujer
Ahora la izquierda ya no sólo se enfrenta al exponente de una gestión contra la que no pueden competir, sino a una mujer que ya no tienen forma de ocultar que es infinitamente superior a todo lo que ellos pueden ofrecer.
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