Hereu, el último emperador
En su día, encarnó Hereu la única respuesta a la incógnita recurrente que atormentaba a Montilla todas las mañana ante el espejo: "Espejito, espejito, ¿acaso existiría algún candidato a la Alcaldía tan gris y romo que no me hiciese sombra?".
Igual que Flavio Rómulo Augústulo fue el último emperador romano de Occidente, Jordi Hereu, un tipo con pinta de dependiente de ultramarinos al que siempre entran ganas de encargarle medio kilo de alubias, habrá de ser el llamado a cerrar el eterno ciclo socialista en Barcelona. Treinta y dos años de dominio ininterrumpido cuyo origen primero se remonta al tardofranquismo, cuando el alcalde José María Porcioles, la mano derecha del dictador en Cataluña, proyectó a un jovencísimo Pasqual Maragall hasta la cúspide de su sanedrín de asesores áulicos.
Y un apocalipsis, el inminente, ante el que tampoco Montserrat Tura, la rival de Hereu en las primarias, parecía aspirar a mucho más que salvar los muebles de la Diputación Provincial, el Álamo del PSC tras el aparatoso derrumbe del tripartito. En su día, encarnó Hereu la única respuesta posible a la incógnita recurrente que atormentaba al Muy Honorable Montilla todas las mañana ante el espejo: "Espejito, espejito, ¿acaso existiría algún candidato a la Alcaldía tan gris, romo y anodino que ni siquiera yo debiera temer que me hiciese sombra?". Lo que llegaría a continuación es historia sabida. Singular híbrido entre el Paco Martínez Soria de La ciudad no es para mí y la utopía ruralista de Pol Pot en la Camboya de los Jemer Rojos, la furia iconoclasta contra todo lo urbano ha marcado el paso arrasador de ese Hereu por Barcelona.
El odio apenas velado a la metrópoli y su preceptivo corolario sentimental, la nostalgia por la aldea, hallaría fiel traducción en esa obsesión tan suya por despojar de rasgos urbanos a la urbe. Y es que la aspiración suprema de Hereu ha sido que Barcelona dejase de parecer una ciudad. De ahí, innúmeras, esas inhóspitas explanadas desoladas, eriales deprimentes que con eufemismo piadoso han dado en llamar plazas duras. Al tiempo, y presto como estaba a destruirla, no se le ocurrió nada mejor que recuperar para la Avenida Diagonal, nuestra arteria principal, la parsimonia solariega de aquellas campiñas pobladas de árboles, plantas y hierbajos que transitaban los renqueantes carros de mulas que retratan las estampas costumbristas del siglo XVIII. Solemne majadería que, sometida a referéndum, ha supuesto el final de toda esperanza para los socialistas en la capital. Así sea.
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