Los tontos no tenemos perdón
Un error más de la exigua minoría politizada de la generación a la que pertenezco, pongamos la del 68 al 73, es la creencia, nada fundada, en que la política puede traer la felicidad, la justicia y la paz al género humano.
Un error más de la exigua minoría politizada de la generación a la que pertenezco, pongamos la del 68 al 73, es la creencia, nada fundada, en que la política puede traer la felicidad, la justicia y la paz al género humano. Es un corolario de la santificación de la historia producida por un Hegel asombrado por la inmortalidad del Estado. Y es precisamente ahora cuando las mentes más lúcidas de esa generación traidora de sí misma y pecadora como pocas de inconsecuencia confiesan su hartazgo de historia, su indigestión de acontecimientos, su cólico de noticias y de eventos insoportables ya para hacerse una idea de la vida y de la verdad.
Como si fuera el viejo discurso de un mono politizado en esta academia pública, he de decir que era un error bonito e ingenuo, irracional e incluso absurdo, propio de adolescentes formados en los principios y valores cristianos, como lo fuimos la mayoría. Se veía el mal del mundo, su pobreza, su injusticia y su insuficiencia para la felicidad general e inmediatamente surgía la referencia a un diablo oscuro, el "sistema", una estructura oculta y malvada que envilecía el destino de los hombres. Y a renglón seguido, amanecía en aquellas simplonas almas la vocación de combatir al maligno y construir el cielo en la tierra, manera segura, como decía el sabio, de convertirla en un infierno. Naturalmente, todos los que combatían al maligno eran moralmente superiores a los "malos" del sistema hicieran lo que hicieran, mataran a quien mataran y fracasaran en lo que fracasaran. Pero no importaba porque la política, el "cambio de estructuras", convertiría lo malo en bueno en salvífica metamorfosis.
Creo que fue Walter Lippman el que dijo aquello de que la sociedad moderna sustituía la voz de Dios por la voz de la televisión y el cielo por un hogar lleno de electrodomésticos. Por aquel entonces, para aquellos cachorros de la revolución, la voz de Dios se sustituyó por la voz del marxismo o el partido (la del anarquismo no tenía ángeles trompeteros), que concretaba la misión de los más pobres (creíamos entonces) en la historia y el cielo se sustituía por una confusa utopía donde el denominador común eran las otras estúpidas creencias en la bondad natural de todos los seres humanos y en la equidad general del Estado.
Pero lo más curioso de todo era la ceguera, aún vigente en la mayoría de los ojos de quienes defienden el socialismo en cualquiera de sus formas. ¿Cuál era el camino por el que unos ojos inteligentes eran capaces de certificar la emancipación de los trabajadores a partir de estas insensateces? Ningún hecho confirmaba los anhelos de tales voluntades. En ninguna parte ni época, en ninguna sociedad ni país, los trabajadores asalariados, tomados en general o individualmente, habían vivido mejor y con más libertades, derechos y oportunidades que en la América capitalista y la Europa burguesa.
Por eso lo capital de nuestros desmanes ideológicos, mea máxima culpa, era la falta de respeto por los hechos, fundamento de toda democracia en tanto que son la base de todo debate racional. Lenin lo expresó magistralmente (otros creen que la cosa viene de Hegel e incluso de Fichte): "Si los hechos no concuerdan con mi teoría, peor para los hechos". El desprecio de los hechos sigue siendo esencial para la causa del socialismo. González, Guerra, Zapatero, Chaves, Rubalcaba, Griñán... todos ellos son enormes desdeñadores de hechos con el fin de salvaguardar el instrumento capital: el partido, la única realidad, la única verdad, la única moral. Y en el PP, hay tentaciones de lo mismo.
Aquella exigua minoría politizada de la generación a la que pertenezco no tiene perdón de Dios. Los tontos no podemos ser perdonados. El cielo no nos espera. Como mucho, el limbo
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