En Egipto los manifestantes están consiguiendo lo que querían y los militares también. La desaparición de los Mubarak, padre e hijo, era para los primeros la condición previa a todo cambio que conduzca a elecciones libres; para los segundos el objetivo es seguir en el centro de todo el proceso de cambio, y asegurarse la mejor posición posible en el nuevo régimen. La meta inmediata: vaciar la plaza de Tahrir y volver al orden.
Cada bando ha sabido mantener la unidad y actuar con moderación. Los manifestantes se enfrentaron duramente con la policía los primeros días, del martes 25 al viernes 28 de enero, sin recurrir a ningún tipo de armas, y días después repelieron los ataques de contramanifestantes enviados por Mubarak, usando sus mismos procedimientos y medios, pero sin recurrir a armas de fuego ni pasar al contraataque. Todo ello a pesar de que en ambos momentos de violencia sufrieron bajas. El ejército no apareció hasta la retirada de la policía, después del fracaso de los primeros cuatro días, tanto por extenuación como por táctica del poder. Esta primera victoria de los contestatarios fue posible gracias a un alto grado de organización y al refuerzo masivo –ya desde el segundo día– de jóvenes pertenecientes a la Hermandad Musulmana. Pero hay que señalar que los soldados dejaron pasar a los defensores del régimen que irrumpieron violentamente en la Tahiran, y no intervinieron para separar a los contendientes más que tras muchas horas de batalla campal, con cientos de herido por ambas partes y varios muertos del lado de los ocupantes de la plaza.
Las Fuerzas Armadas terminaron diciéndole a su jefe que se fuera el viernes 11 de febrero, el día en que las manifestaciones alcanzaron a la salida de las mezquitas su punto culminante, después de que la noche anterior el rais demostrase su desconexión con la realidad mediante un discurso en el que pretendía apadrinar la protesta y pilotar los cambios hasta las elecciones previstas en septiembre. El ejército ha accedido a todas las demandas de los manifestantes, encaminadas a poner fin a la represión y llevar a cabo elecciones libres. Todo lo demás está por determinar. Extraña revolución en dos fases: en la primera se decapita a la cabeza del sistema; y la segunda consiste en un reparto de poder entre el elemento central del régimen –que tratará de preservar sus enormes privilegios políticos y económicos– y una heterogénea coalición de elementos opositores, cuya única fuerza no puede ser más que la incierta amenaza de volver a sacar a sus partidarios a la calle, mientras que le será enormemente difícil mantener la unidad del momento mágico de la comunión revolucionaria propia de la primera fase. Todo será posible en ese proceso de tira y afloja de medio año, hasta las elecciones.
Como la historia no empezó ayer, sabemos que las revoluciones no suelen acabarlas quienes las comienzan y que suelen seguir un proceso lineal de radicalización hasta que les llega su golpe de Termidor –por usar la terminología modélica de la Francesa–, momento en el que alguna de las fuerzas revolucionarias con suficiente poder dice "hasta aquí hemos llegado"y le pone punto final al proceso o intenta una cierta marcha atrás. Lo peculiar del caso egipcio,es que los termidorianos podrían ser ese hábil y camaleónico núcleo central del antiguo régimen que los revolucionarios por ingenuidad y táctica dejaron intacto.
Naturalmente, también los más radicales tienen muchas bazas que jugar. No es sólo que los Hermanos Musulmanes sean, con mucho, los más organizados, lo que ya es importante. Es que además muchos rasgos del trasfondo social les son propicios: Egipto, como el resto del mundo árabo-musulmán, ha experimentado una intensa reislamización en las dos últimas décadas. Los hiyabs se han hecho comunes en las jóvenes, y las mezquitas improvisadas han proliferado. Hoy por hoy, en ese mundo, más democracia significa más islam, como estamos viendo incluso en Turquía, que no es árabe. No tiene por qué ser un islam extremista como el que, en general, representan los Hermanos Musulmanes, pero ese clima social es un claro punto a su favor. Ciertamente no ha sido ese el lenguaje de los manifestantes, pero la democracia que reclaman hará aflorar la voluntad mayoritaria, que no tiene las mismas prioridades que los jóvenes liberales o socialistas occidentalizados, que iniciaran el movimiento mediante sus convocatorias en las redes sociales de internet. Los islamistas que se sumaron enseguida y fueron decisivos en proporcionar número y en fuerzas de choque frente a las milicias que atacaron en nombre de Mubarak han cuidado mucho en todo momento de poner mordaza a su discurso y de sumarse a las consignas de los promotores iniciales.
Mientras esas contradicciones se dirimen en el caso egipcio, desarrollándose suave o espasmódicamente, la oleada antidictatorial continúa chocando contra otros regímenes igualmente represivos y corruptos, y no necesariamente sólo en el mundo árabe. No sólo monarcas y presidentes vitalicios y hereditarios árabes están temerosamente alerta, preparando medidas de contención sin dejar de buscar un país de acogida. Autoritarios y déspotas de todo el mundo ponen sus barbas a remojar, guardándose mucho de dar su aprobación a los huracanados vientos de libertad, prestos a proporcionar a sus colegas en el poder absoluto cualquier alivio que esté a su alcance. Lo que suceda en Egipto y en cada uno de los contagiados influirá en todos los demás.