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Dos irracionalismos

Revolución y reacción se daban así la mano intercambiando sus credenciales de odio y de visceralidad.

Sabemos que la modernidad política nació al calor revolucionario que liquidó al Antiguo Régimen, y al imponerse el sistema constitucional que convirtió la ley positiva en un instrumento destinado a limitar el poder y a salvaguardar los derechos individuales. Pero podemos, alzados sobre el mirador del mundo actual, lanzar la vista sobre este par de siglos y advertir que, desde el comienzo, la libertad y la razón –principios fundamentales sobre los que había de descansar tal modernidad– han estado cercadas por dos formas de irracionalismo que podríamos llamar irracionalismo de la reacción e irracionalismo de la revolución. En realidad muy semejantes en sus métodos, suelen diferenciarse sólo porque el primero se declara adversario de los mencionados principios, que considera falsos y despreciables, mientras que el segundo se atribuye una excluyente capacidad de realizarlos en grado extremo.

En 1792, precisamente cuando la Revolución francesa parecía estar llevando a Europa la aurora de un tiempo grandioso, el anciano Muhammad ibn Abd al-Wahhab era ejecutado en Estambul, adonde había sido llevado por un ejército que el califa otomano despachó para arrestarlo. Había nacido en el Nechd, en la meseta central de la península arábiga, entre la tribu de los banú tamin, y tras ser expulsado de su tierra, acusado de herejía, logró convertirse en una influencia decisiva en la corte de los Banu Saud. Allí fijó sus doctrinas sobre la necesidad de seguir el islam según principios radicales, inflamados por una furia iconoclasta y puritana, y capaces de autorizar el ataque contra otros musulmanes que pudieran considerarse traidores a la verdadera fe. Al expandirse el poder saudí y tomar las ciudades santas de Medina y La Meca, el wahabismo se transformó en fuente oficial de adoctrinamiento y, ya unificada la mayor parte de la península en 1932, fue reconocido como religión de Estado del reino que hoy llamamos Arabia Saudita.

En París, en junio de 1790, año y medio antes de que muriese condenado por los muftíes turcos aquella figura capaz de proyectar al futuro el gobierno de la ley divina –la siyasa shar'iya postulada por el teólogo fundamentalista Ibn Taymiyya a comienzos del siglo XIV–, la Asamblea constituyente había votado la Constitución civil del clero que, mejor o peor aceptada, se orientaba al propósito de organizar el poder temporal de la Iglesia en Francia y de definir sus relaciones con el Estado. La Constitución de la monarquía convertida en parlamentaria consagraba por su parte la libertad de cultos. Queriendo ir más allá, en abril del 92, el girondino Roland organizaba a costa del erario un "Bureau de l´esprit public", a cuyo servicio se hallaba una legión de "misioneros patriotas" destinados en principio a distribuir propaganda y a divulgar la nueva moral democrática. Pero tras la toma por la fuerza de Las Tullerías y la caída del trono, en agosto, los grupos que se alzan con el poder establecieron comités de vigilancia, sustituyeron el escrutinio secreto por un voto público expresado en voz alta, establecieron el Tribunal Revolucionario, y abrieron la puerta a la sangrienta dictadura de la Convención. Por ser quien la presidía, le tocó a Robespierre dirigir la liturgia durante la Fiesta del Ser Supremo, con la que el nuevo gobierno reemplaza al culto cristiano y pretendía forjar la espiritualidad republicana. Sonaba la hora del irracionalismo revolucionario.

Tras la Primera Guerra Mundial, el sentimiento de rezago y de decadencia se apoderó por igual de los países musulmanes y de los imperios europeos. Las soteriologías políticas se organizaron entonces con un criterio táctico especialmente efectivo. En el caso del bolchevismo ruso, Anatoli Lunacharski, comisario del pueblo para la educación primaria, proclamó que el "hombre-dios" debía ser construido por el proletariado y que la única religión posible, el socialismo, había de libertar a la humanidad del peso supersticioso de la trascendencia. En diciembre de 1923, el estatuto de la escuela unitaria de trabajo (edinaja trudovaja skola) insistía en prohibir que en la educación escolar hubiera cualquier referencia a la religión y que se celebraran en los colegios ceremonias religiosas. Eso sí: imponía la obligación de formar a los alumnos en la conciencia de clase. Incorporando el imaginario del milenarismo ruso, el régimen soviético reprodujo además rituales del culto a los santos profesado por la iglesia ortodoxa: así, por ejemplo, la reliquia que hace del cuerpo embalsamado de Lenin.

Para el caso del islam resultó un hito el empuje de Hasan al-Banna, fundador en Egipto en 1928 del movimiento de los Hermanos Musulmanes, que buscaba ir más allá de las meras doctrinas y aplicarse estratégicamente a la acción política para instalar el reino universal del integrismo coránico. En los años cincuenta se desgajó de la organización una línea de carácter revolucionario liderada por el poeta Sayyid al-Qutb, ahorcado luego por Nasser, y cuyo hermano, Muhhamad, fue maestro de Osama bin Laden. A mediados de los años 40, Qutb, que era consejero del ministro de Educación, había comenzado a acusar al establishment de desatender la justicia social (al-adalah al-ijtima’iyah) y a denunciar las mermadas expectativas de futuro de la empobrecida juventud egipcia, como hizo en su autobiografía y en Justicia social en el islam, el libro que publicó en 1949, poco antes de marchar con una beca rumbo a un Estados Unidos que iba a escandalizarlo por sus costumbres libertinas y su apoyo al Estado de Israel. Según el escritor, la tradición musulmana podía convertirse en una alternativa al marxismo y al capitalismo para conseguir un orden auténticamente justo, que estaba cada vez más alejado de esa moral occidental que "permite a la conciencia americana asentir en la desaparición de las raza de los indios rojos, una desaparición organizada ante los ojos y los oídos del Gobierno". De vuelta en Egipto, Qutb renunció a su cargo y fue entonces cuando decidió afiliarse a los Hermanos Musulmanes. Se cree que Nasser intentó contar con su apoyo antes del golpe de 1952, y que, una vez consumada la revolución, el "socialismo islámico" del nuevo régimen quiso incorporar a la hermandad integrista, que se le mostró siempre hostil y que fue luego perseguida implacablemente. El ahorcamiento de Qutb fue precedido de horribles torturas.

Para Eric Hobsbawn, lo sucedido en Irán en 1979 supuso un cambio de paradigmas en la historia revolucionaria, pues se trató de la primera revolución moderna que no arraigaba en la Ilustración europea y que, por lo tanto, no podía reivindicar una filiación respecto de la Revolución Francesa. En cambio, y a vista de las revueltas que inspiradas en parte por el fenómeno jomeinista sacudieron a Túnez, a Marruecos y a Sudán a comienzos de los 80, y a Argelia en 1988, Samuel Huntington no dejó de ver similitudes con el Mayo Francés del que dijo Régis Debray: "La república burguesa festejaba su nacimiento en la toma de La Bastilla (...) Llegará el día en que festeje su ‘renacimiento’ en la toma de la palabra de 1968". Giovanni Procacci desestima esta comparación aduciendo que, mientras los jóvenes musulmanes clamaban por una vuelta a la tradición y a las costumbres antiguas, los universitarios del 68 desafiaban los valores de las generaciones anteriores. Pero, como escribió Raymond Aron sobre aquellos sucesos, "después de 1789, los franceses magnifican siempre de manera retrospectiva sus revoluciones, inmensas fiestas durante las cuales viven todo aquello de lo que están privados en periodos normales y en las que tienen el sentimiento de estar cumpliendo sus aspiraciones, aunque sea soñando despiertos. Una revolución semejante resulta necesariamente destructiva, y se acompaña de los proyectos más extravagantes, negación utópica de la realidad". Revolución y reacción se daban así la mano intercambiando sus credenciales de odio y de visceralidad.

El integrismo islámico vivió su momento cumbre el 11 de septiembre de 2001, y ahora, tras una década de equívocas y desconcertadas respuestas por parte de Occidente, una nueva ola revolucionaria sacude al mundo árabe, asaeteado de problemas socioeconómicos y harto de regímenes corruptos y autoritarios. Con los Hermanos Musulmanes restituidos a la mesa de la política, Egipto pide una Constitución, pero el resto del mundo hace votos para que se cumpla lo advertido por Hanna Arendt: "No hay nada más inútil que la rebelión y la liberación cuando no van seguidas de la constitución de la libertad recién conquistada". Desde luego, los países islámicos se cuentan entre los Estados constitucionales, pero siempre sobre el principio de que el derecho "humano" (Qanún) queda subordinado al "divino" (Sharía); sólo excepciones como la Constitución de Turkmenistán, aprobada en 1992, definen el sistema como una "República presidencialista, democrática, secular y Estado de derecho", aunque se trata en la práctica de un régimen ferozmente represivo, con un partido único, y donde las minorías rusa y uzbeka se hallan notoriamente discriminadas.

Bajo el llamado "socialismo del siglo XXI", la América Latina que este año comienza a conmemorar el bicentenario de sus primeras constituciones ha visto también desplazarse las fuentes del Estado de Derecho hacia una legitimidad telurista de signo profético, que no en vano encuentra alianzas revolucionarias con el Irán de Ahmadineyad o con la Libia de Gadafi. Ante los sucesos del norte de África, Hugo Chávez y Evo Morales jalean lo mismo que no dudarían en reprimir con fiereza en sus propios países, y lo hacen desde ese Foro Social Mundial que ha producido el epítome contemporáneo del quiliasmo político, presentado con el nombre genérico de altermundismo.

Xavier Reyes-Matheus es director académico de RANGEL (Redes para la Acción de Nuevos Grupos de Estudios Latinoamericanos).

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