Campo de batalla, Egipto
El origen y desarrollo de la revuelta muestra que el triunfo del islamismo no es obligatorio y que, efectivamente, gran parte de los egipcios prefieren ser como Francia antes que como Irán.
Los Hermanos Musulmanes ni han renunciado a sus totalitarios objetivos ni se han moderado. Ellos solos no pueden hacer caer el régimen de Mubarak, porque en un enfrentamiento directo serían aniquilados. Precisan el concurso mayoritario de toda la oposición para forzar los cambios que por sí solos nunca lograrían, porque el sistema actual permitiría al ejército acabar fácilmente con ellos ante el aplauso de los países occidentales. Dos opciones tienen los islamistas cuando el régimen caiga: integrarse en el débil Gobierno que les ofrece el oscuro y cínico El Baradei hasta debilitar las instituciones y forzar crisis tras crisis la revolución islámica; o tratar de suplantarlo cuanto antes para acelerar los cambios. Ambas cosas más adelante. Por ahora no destacan entre los manifestantes, y sería un gravísimo error, que algunos ya están cometiendo, confundir necesidades tácticas con abandono de principios y totalitarios objetivos.
Para despejar dudas, Jamenei, que participó en la toma del poder en 1979 y que sofocó salvajemente la revuelta iraní de 2009, ya ha explicado a quien quiera oírle el sentido que el islamismo, chií o sunní, da a lo ocurrido: el mundo musulmán alzándose contra Occidente y sus lacayos en la región, aliados de Israel. Islamismo concentrado. El mismo que los Hermanos Musulmanes tampoco se preocupan de esconder en Egipto. Interpretación en términos de lucha contra Occidente tan del gusto del régimen iraní, discurso del odio y la guerra contra Israel y contra Estados Unidos: saben de lo que hablan, porque en 1979 ya utilizaron a la oposición al Sha, primero, y la aniquilaron después haciéndose con el control absoluto y construyendo un régimen brutal en permanente guerra con Occidente.
El régimen de Mubarak está dando sus últimas y brutales bocanadas, mostrando su verdadera cara a quien quiera verla. Pero tanto si el ejército mantiene el control y el régimen se perpetúa sin Mubarak, como si gestiona una transición aparente o real, lo único cierto es que esto no significa ni el final del despotismo, ni el principio de una época dorada en Egipto. Marca una nueva era, en la que a las fuerzas islamistas se les ha abierto la gran oportunidad de hacerse con un país de enorme importancia en el mundo árabe. Un despotismo puede ser sucedido por otro aún peor.
¿Qué hacer? En las calles de El Cairo se ha visto demasiada ansia de sincera libertad, demasiadas muestras de tolerancia y ganas de democracia real como para hacer la vista gorda y dejar sin más que el salvajismo islamista se haga con el poder. El origen y desarrollo de la revuelta muestra que el triunfo del islamismo no es obligatorio y que, efectivamente, gran parte de los egipcios prefieren ser como Francia antes que como Irán. Las revoluciones no suelen ganarlas los que las comienzan, que suelen ser devastados más adelante por los más despiadados que han permanecido en segunda fila. No las ganan los buenos, sino los fuertes, que las más de las veces no son los mismos. No podemos hacer que los malos se vuelvan buenos: pero sí hacer a éstos más fuertes.
Por eso nuestra obligación es reforzar a los buenos, sostener, apoyar y colaborar con quienes correrán peligro tras habérsela jugado. Si el régimen perdura, apoyarles contra el régimen. Y si los Hermanos Musulmanes comienzan a actuar de verdad, apoyándoles contra ellos. Y por la misma razón, es exigible a los Gobiernos de Europa y Estados Unidos la denuncia de cualquier Gobierno que integre a los Hermanos Musulmanes en Egipto o cualquier otro grupo islamista a lo largo del mundo árabe, o que vulnere los derechos humanos. No hay que elegir entre lo malo y lo peor, sino defender lo bueno frente a ambos.
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