La pesadilla egipcia
Se inicia un nuevo ciclo político y diplomático en buena parte del mundo árabe. Lo esperábamos y lo temíamos porque las posibilidades de que en un tiempo breve la situación sea aún peor que hoy son grandes.
No sé si el Ejército y la Policía egipcias, entrampados en el lodo de la corrupción, estarán o no dispuestos a enfrentarse a su propio pueblo para mantener en pie una dictadura impopular, pero de lo que no tengo duda es de que la crisis del tinglado montado por Nasser y mantenido en pie desde su temprana muerte por sus compañeros de armas y por una poderosa oligarquía forjada en su rededor ya ha comenzado. Estaba anunciada desde hace años, todos estábamos al cabo de la calle, se hablaba de sus posibles y temibles consecuencias en las cancillerías, redacciones y universidades... y por fin ya está aquí. Puede no ser inminente, quizás las manifestaciones callejeras sean sólo el primer asalto, pero el inevitable relevo de Mubarak en la presidencia hará inevitable la adopción de cambios importantes.
La responsabilidad principal por el desastre recae en la clase dirigente egipcia. La democracia es flor de invernadero y sería injusto acusarla de no haberla impuesto a la vista del subdesarrollo en que el país se encuentra. Pero sí es culpable de haber perseguido a la oposición democrática y de haber cegado la vía natural de transición progresiva hacia un régimen más representativo. Para garantizar su permanencia ha creado una situación explosiva en la que se nos obliga a elegir entre su continuidad o la emergencia de un régimen islamista a cargo de los Hermanos Musulmanes, la organización social y política más importante de Egipto y uno de los pilares del islamismo contemporáneo.
Egipto no es parte del área de influencia francesa, por lo que no podemos endosar a su diplomacia "realista" la pervivencia de este régimen. La nación occidental que ha tenido una relación más estrecha con este país ha sido Estados Unidos, sobre todo después de la crisis de Suez, cuando el presidente Eisenhower desbarató la acción concertada franco-británica para garantizar el control del Canal. El Congreso norteamericano nunca ha ocultado su desagrado por la situación política en ese país. De hecho una de las tradiciones más arraigadas en las relaciones entre ambos estados es la visita anual del embajador norteamericano al Rais para trasladarle esa sentida preocupación, que tiene siempre como respuesta el argumento de que la amenaza islamista impide la deseada apertura política. Los islamistas son una amenaza, pero lo que ocultan los actuales gobernantes egipcios y saben perfectamente los diplomáticos norteamericanos es que el régimen empuja a la sociedad –escandalizada por la corrupción y abocada a la pobreza por la incompetencia de su clase dirigente– hacia la única alternativa que se presenta ante ellos.
El pasado es cuestión de historiadores, ahora se trata de saber qué podemos hacer para que el futuro no nos depare el desastre que tememos y facilitar la transición del nasserismo a la democracia. La mala noticia es que el margen de maniobra de europeos y norteamericanos es muy limitado. Son los egipcios los que se han echado a la calle y serán los mandos militares y policiales, en paralelo a lo ocurrido en Túnez, los que en breve tendrán que adoptar decisiones fundamentales. Pueden abrir el camino hacia una dictadura más agresiva o sumarse a los manifestantes y garantizar unas elecciones limpias. De lo que no tenemos duda es de que hay una importante presencia islamista entre los manifestantes, que los Hermanos Musulmanes se están movilizando para derribar el régimen y acceder al poder. La buena noticia es que europeos y norteamericanos critican con escandalosa hipocresía la diplomacia que se ha venido ejecutando. Realistas y buenistas, cínicos y antioccidentales, todos juntos han colaborado en crear el monstruo que ahora, a buenas horas, les indigna. Podemos estar ante una circunstancia propicia para establecer una política común de europeos y norteamericanos ante el Mundo Árabe, que tenga la defensa de los derechos humanos, el combate contra la corrupción y la promoción del desarrollo social y económico como objetivos fundamentales. Esta circunstancia no siempre se da y cuando se da, obvio es decirlo, no siempre se aprovecha.
La crisis política que, en mayor o menor medida, afecta a los estados árabes de la ribera mediterránea va a tener consecuencias diplomáticas importantes. El partido islamista chií y proiraní Hizboláh se ha hecho con el control del gobierno libanés y lo más probable es que lo retenga durante mucho tiempo, acabando con la ficción de una democracia libanesa. Siria e Irán, por ahora aliados, han ganado esa batalla a europeos y norteamericanos. Un giro hacia el islamismo en Egipto trasformaría la crisis de Oriente Medio, acabando con cualquier expectativa de una salida negociada. La estrategia seguida por Hamás en el campo palestino, bloqueando el proceso de paz y negando a Israel el derecho a existir, habría logrado ganar el tiempo necesario para que el equilibrio regional se modificara en un sentido favorable para sus intereses.
Se inicia un nuevo ciclo político y diplomático en buena parte del mundo árabe. Lo esperábamos y lo temíamos porque las posibilidades de que en un tiempo breve la situación sea aún peor que hoy son grandes.
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