Cuando George Bush decidió invadir Irak en marzo de 2003, la izquierda europea puso el grito en el cielo. Es cierto que la invasión fue el fruto de una doctrina preventiva encaminada a evitar futuros ataques como los del 11-S y que esa doctrina, que exigía inutilizar la capacidad ofensiva de Irak, privándole de las armas biológicas y químicas que Saddam se había preocupado de hacer creer que poseía, olvidaba que el 11-S fue un ataque que se perpetró sin emplear estas armas. Además, Bush fue acusado de llevar a cabo una agresión no autorizada por las Naciones Unidas, cosa que no era cierta, aunque la torpeza de Tony Blair hizo parecer que sí.
El caso es que la izquierda, dándole vueltas a la inoperancia de la invasión en su finalidad de impedir ataques como el del 11-S y a su supuesta ilegalidad, esgrimió diversos intereses ocultos que supuestamente habían empujado a Bush a ordenar el ataque. Primero, fue el petróleo. Luego, siendo tal falsedad tan burda, enarbolaron los supuestos intereses económicos del vicepresidente Cheney en las compañías privadas de seguridad que empezaron a operar en Irak una vez finalizada la campaña e iniciada la ocupación.
Sin embargo, todos, de derechas y de izquierdas, olvidaron que Bush fue a Irak sobre todo a otra cosa, a liberar el país con la esperanza de que, si lograba que la semilla de la democracia arraigara en el valle del Tigris y el Éufrates, el ejemplo cundiría en el resto del Gran Oriente Medio. Esta amplia franja de territorio que va desde Marruecos a Pakistán es una región donde hay dos comunes denominadores, sus habitantes son mayoritariamente de religión musulmana y están gobernados por dictaduras. Éste propósito fue ridiculizado por la derecha realista, que no cree que los países musulmanes sean capaces de democratizarse y entiende preferible apoyar dictaduras laicas que tengan a raya a los fundamentalistas. Y también por la izquierda idealista, que supone que la única alternativa posible a las dictaduras que estos países padecen es la república islámica, una suerte de democracia orgánica inspirada en el Corán (eso es lo que subyace en la idea de la Alianza de Civilizaciones de nuestro Zapatero).
Pues bien, al cabo de casi ocho años, el ejemplo de Irak ha prendido en lugar más insospechado, en Túnez. Y luego se ha extendido a otra de las dictablandas apoyadas por Occidente, Egipto. Los fundamentalistas islámicos llevan decenios tratando de derrocar a los que ellos llaman dictadores apóstatas sin ser nunca capaces de llevar a su molino ideológico partes significativas de población. Pero lo que el islam radical nunca logró, parece que podría hacerlo la democracia. En Irak, la gente se jugaba la vida yendo a votar. En Túnez se la están jugando para democratizar a su nación. En Egipto están en vías de lo mismo. ¿Dónde parará la epidemia?
Bush tenía razón. El interés de Occidente no está en apuntalar unos regímenes despóticos que mantienen a la población empobrecida y la hacen fácil pasto del fundamentalismo. El interés de Occidente, y su responsabilidad moral también, está en fomentar y apoyar la transformación de esos regímenes en verdaderas democracias. Nosotros, los españoles, podríamos empezar por respaldar esta clase de cambios en Marruecos en vez de pagar fortunas para que no nos manden terroristas, que de vez en cuando alguno siempre acaba viniendo para demostrar cuán necesario es que sigamos aflojando la mosca. Bush tenía razón, es la libertad, estúpidos.