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Lara Vidal

La estirpe del salmón

El norteamericano medio cree que un Ejecutivo que pretende marcarte el sendero de lo que te conviene no sólo no es bueno sino que resulta confesa y abiertamente peligroso.

La ley sanitaria propuesta por Obama obliga a todos los ciudadanos de la Unión a estar asegurados en el año 2014 o a arriesgarse a sufrir una condena penal. Así se entiende lo que está pasando estos días. Esta semana, sin ir más lejos, seis estados más se han unido a una demanda presentada contra la norma estrella del presidente. El paso es de notable relevancia ya que implica que en estos momentos más de la mitad de la nación considera que el inquilino de la Casa Blanca está actuando en contra de la constitución y viola los derechos de los ciudadanos.

Por supuesto, los funcionarios presidenciales se han deshecho en comentarios en el sentido de que los estados no tienen nada que hacer en los tribunales, pero, a estas alturas, una afirmación como esa dista poco de la mentira más descarada. De hecho, un juez federal de Virginia dictó ya una resolución en diciembre indicando que la obligatoriedad del seguro sanitario es claramente constitucional. Todo esto se produce sobre el telón de fondo de un legislativo que ha tumbado la ley sanitaria. En otro tiempo y en otro lugar, se hubiera objetado que toda esta resistencia no era sino una jugada propia de "rednecks" sureños, pero la realidad es muy diferente.

Por supuesto, entre los estados resistentes a la ley obamista se encuentran porciones de Dixieland como Alabama, Georgia, Louisiana, Michigan, Mississippi, Carolina del sur o Texas, pero abundan los estados del Norte como Kansas, Maine, Indiana o Washington. Y es que la ley sanitaria toca, entre otras cuestiones, una que resulta extraordinariamente delicada, la de la libertad individual. Para el norteamericano, la salud es tan importante como puede serlo para un francés o un segoviano. Pero tan relevante como esa salud física es la salud de sus derechos. La consecuencia directa de esa visión es que no considera que exista Gobierno en la tierra que pueda decirle lo que debe creer, lo que debe sentir, lo que debe comer o lo que debe hacer con su futuro. No sólo eso, como Alexander Hamilton –que afirmó que la finalidad de la constitución es defender a los ciudadanos del Gobierno– el norteamericano medio cree que un Ejecutivo que pretende marcarte el sendero de lo que te conviene no sólo no es bueno sino que resulta confesa y abiertamente peligroso. Ninguna supuesta bondad, ninguna ambicionada bendición, ni siquiera ninguna jugosa subvención pueden situarse por encima de esa consideración. El norteamericano irá o no a la iglesia si le place; comerá o no hamburguesas si le parece; leerá ese libro o lo criticará si le resulta adecuado, y se curará o no si quiere. A fin de cuentas, sólo los borregos se dejan guiar sin oposición alguna y, puestos a compararse con animales, Estados Unidos es una nación más cercana a la estirpe del salmón que a la de las ovejas.

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