Los dictadores árabes tienen desde la semana pasada una prioridad en sus gobiernos: mantener sus países al margen de lo que ocurre en Túnez. Primero, frenando o bajando el precio de alimentos básicos para impedir el descontento social; y segundo prometiendo o acometiendo reformas democráticas para prevenir el descontento político. Siria, Kuwait o Egipto han tomado este tipo de medidas; por contra, el dictador libio Gadaffi ha criticado el levantamiento tunecino. Reales o ficticias, las promesas reformistas de los árabes suponen un reconocimiento de su incapacidad económica y su maldad política. Creemos que tendrán que ir más lejos, porque a todas luces lo que prometen no es suficiente para frenar una ola que recorre sus países y que apunta a necesidades y anhelos profundos: el hambre de libertad no se sacia bajando el precio del pan o fingiendo apertura.
El origen de la revuelta no es económico, aunque el detonante fuese el alza de precios. El origen es el hartazgo de un pueblo demasiado cerca de Europa como para conocer sus ventajas, pero demasiado lejos como para disfrutar de ellas. Las nuevas tecnologías lo están cambiando todo, también allí. Primero permiten saber al otro lado del Mediterráneo el grado de bienestar económico y libertades que en Europa se disfrutan: ¿por qué los árabes no tienen derecho a disfrutarlas? Y segundo, hacen que el incendio democratizador se propague rápido, en el propio país y entre países vecinos: si los tunecinos han acabado con un régimen odioso, ¿por qué no los marroquíes o los sirios?
Facebook, twitter o Youtube se van cobrando nuevas víctimas. Las dictaduras árabes responden a ello tratando de cortar el acceso a estas tecnologías. Lo cual –como mostró el caso de las revueltas contra el régimen iraní en 2009– es difícil de conseguir. La proliferación de personas quemándose a lo bonzo en todo el mundo árabe muestra que ni siquiera los detalles pueden esconderse. Aún se desconoce el número de muertos de las protestas, pero está claro que cuando se sepa tendremos un repunte de la tensión en varios países con regímenes hermanos al de Ben Alí.
Al margen del contagio, lo reseñable desde el punto de vista estratégico e ideológico-histórico es el hecho de que estamos asistiendo a una revolución en términos políticos, donde los opositores se mueven entre ideologías occidentales, liberales o izquierdistas. Por un lado es destacable que los tunecinos se hayan levantado para lograr que su país sea como Italia, Francia o Inglaterra, no para que sea como Irán o Gaza. El gran error durante décadas ha sido pensar que los pueblos árabes están condenados o destinados a soportar corruptas aristocracias y monarquías o regímenes islámicos totalitarios. El ansia de libertades políticas no anida menos en un magrebí que en un europeo.
Por otro lado, el islamismo ha estado ausente en el origen y desarrollo de los acontecimientos. Más aún, los jóvenes estudiantes y parte de la clase media constituyen el nicho donde el islamismo trata de reclutar a los suyos, y en este caso este nicho ha saltado hacia el lado contrario. Sin haber tomado parte en los acontecimientos, el islamismo ha hecho su entrada en forma de reaparición de partidos islamistas y de comunicados de Al Qaeda, pero con una escasa fuerza y un escaso atractivo. Aquí la cosa puede cambiar, pues el islamismo, tanto el moderado como el radical, tiene una enorme capacidad de organización, y a buen seguro pondrá a Túnez en el primer lugar de la lista de deberes.
Desde este punto de vista, el hecho de que la frustración y el malestar de los tunecinos ante la dictadura se hayan encauzado en términos de exigencia de libertades políticas es un fracaso del islamismo. Que en otros países las protestas puedan ir en la misma dirección puede suponer un fracaso mayor. Pero la situación en Túnez dista mucho de ser la deseable, y esto se puede torcer, convirtiéndose el vacío de poder en una oportunidad para el islamismo. Mantenerlo bajo mínimos debe ser objetivo tanto del Gobierno de Túnez como de los países occidentales. Veamos si éstos no cometen un nuevo error y purgan su permisividad con Ben Alí.