Babelizar para confederar
A la luz de esta torre de Babel y de euros derrochados de la UE, no es extraño añorar una lengua franca como lo fue el latín en el pasado. En España, sin embargo, la tenemos, pero no la valoramos.
La utilización de las lenguas regionales en el Senado nos ofrece una oportunidad inmejorable para desvelar uno de los males que nos aquejan como nación: el trueque de la política como instrumento de racionalización de recursos y necesidades por la dramatización de emociones con fines identitarios.
Sólo a una mente ajena a esta superstición identitaria le puede pasar desapercibida la sutil diferencia entre lo que es un legítimo derecho a utilizar las lenguas regionales en el Senado y su función comunicativa. No parece lógico que teniendo una lengua común dominada por todos, se simule no conocer y se asuma la molesta traducción simultánea y su coste. Es evidente que no es la función comunicativa la que justifica tanta incomodidad, sino su función simbólica. La lengua para los nacionalistas no es un instrumento de comunicación sino de identidad. Con su utilización en el Senado no se gana en entendimiento, se marca territorio. Lo que el sistema constitucional no permite, o sea, convertir el Estado autonómico en Estado plurinacional, lo consigue de facto la traducción simultánea. Los nacionalistas han ganado todas sus batallas desde la restauración de la democracia adueñándose de las palabras, definiendo las cosas y ocupando los espacios culturales desde la escuela a los medios de comunicación (la hegemonía cultural de Gramsci). El resto, o sea, el poder y los cambios legislativos, serán consecuencia de una situación sociológica macerada, subvencionada y, si es preciso, forzada para convertir en inevitable lo que previamente ha sido normalizado. Llámese inmersión lingüística, exclusión de la bandera española de los edificios públicos o cesiones del IRPF asimétricos.
Dos son los fundamentos en que basan los nacionalistas el derecho a utilizar las lenguas regionales en el Senado: la pluralidad lingüística es una riqueza cultural y el coste de la traducción simultánea es rentable por su capacidad para reducir las tensiones territoriales. Hay un tercero que flota entre la utilización interesada y la añoranza del multilingüismo: las lenguas regionales, como españolas que son, no pueden ser excluidas de los organismos oficiales.
Por un lado, la diversidad lingüística no es una riqueza, es un estorbo. La proliferación de lenguas no aporta más comunicación, sino mayores dificultades para relacionarse. Precisamente por eso, uno de los méritos que hoy día se valoran más en el currículum es el dominio de idiomas; no porque añadan más conocimientos, sino porque ponen en comunicación conocimientos encriptados por culpa de la diversidad lingüística. Las lenguas son una barrera al intercambio de conocimientos, más que una fuente de ellos. Y en muchos casos se dedican más horas a descodificar esos códigos lingüísticos, es decir, a estudiar lenguas, que a ensanchar el conocimiento científico distinto del que ellas generan sobre sí mismas. El que el aislamiento ancestral de las comunidades humanas haya dado lugar a lenguas diferentes no significa que su consecuencia sea beneficiosa para el entendimiento humano. Deben ser respetadas, pero no sacralizadas como si fueran especies en extinción. Precisamente cuando el hombre ha tenido oportunidad de amoldar la naturaleza a sus intereses, ha universalizado códigos. El metro es una consecuencia y el STOP otra. ¿La diversidad de cargadores de móviles nos aporta más y mejor servicio que si tuviéramos uno idéntico para todos los teléfonos?
Por otro, los beneficios en paz social de la traducción simultánea son superiores al costo por garantizarla, dicen. Desde luego, 350.000 euros al año no sería coste excesivo si con ello se reducen las tensiones políticas, pero el problema es que ese precio servirá para agravar las tensiones, no para disolverlas. ¿Por qué? Porque la reivindicación nacionalista no busca mayor eficacia comunicativa, sino voluntad de borrar el estatus de lengua común de la española y evidenciar que todas las lenguas están al mismo nivel, para hacer visible e inevitable por contagio lógico que España es una confederación lingüística y por ende, un Estado plurinacional. Bilateralidad primero, Estados estancos después. Vuelta a la mentalidad feudal para imponer al Rey sus condiciones cada vez que les interese. No es una metáfora, Jordi Pujol en 1994 habló de reconvertir España en diversos Estados confederados, con la Corona como único nexo de unión.
En cualquier caso, si fuera útil el pinganillo en el Senado, ¿por qué no en cualquier otro estamento oficial y en todo momento? Si así fuera, los costos se dispararían. A modo de ejemplo: uno de los presupuestos más abultados del Parlamento de la Unión Europea es el dedicado al multilingüismo. 1.123 millones de euros al año, es decir, la friolera de 186.418 millones de pesetas para traducir 23 idiomas, y aún así dejan fuera a otras muchas lenguas: todas las lenguas regionales de España.
A la luz de esta torre de Babel y de euros derrochados de la UE, no es extraño añorar una lengua franca como lo fue el latín en el pasado. En España, sin embargo, la tenemos, pero no la valoramos.
La añoranza del multilingüismo, finalmente, es interesada. España no es un país multilingüe, como tampoco es confederado. Lo es por ejemplo Suiza, con el alemán, el francés, el italiano y el retorrománico, circunscritos cada uno mayoritariamente a su territorio. Pero en España tenemos un idioma común, hablado por todos y oficial a todos los efectos en todos los territorios de España. Es evidente que esta situación jurídica y de hecho no gusta a los nacionalistas, lo cual no justifica que se falsifique.
El precio que hemos de pagar por haber permitido que la dramatización de las emociones haya desplazado a la fuerza de la razón para gestionar los asuntos públicos, me temo que no sea su peor consecuencia.
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