Google ha recurrido ante la Audiencia Nacional las resoluciones de la Agencia Española de Protección de Datos en las que le ordenaba que eliminara de su índice toda referencia a varias personas concretas en boletines oficiales y en la edición en internet del diario El País. La excusa de Artemi Rallo, que dirige la agencia, es el llamado derecho al olvido, que como tantos sorprendentes derechos que inventa la socialdemocracia de todos los partidos y naciones, en realidad va de obligar a los demás a hacer lo que nosotros queremos que hagan.
Veamos. Usted es un joven un poco de aquella manera y en una noche de juerga deja perdidos unos coches haciendo sus aguas menores en la carrocería. Le pillan y le ponen una multa que, naturalmente, queda reflejada en el boletín oficial correspondiente. Como hay que facilitar la información al ciudadano y ahorrar dinero, ese boletín se pone en internet. Así que si años después se ha convertido usted en un respetable director de escuela, preferiría que al buscar su nombre en Google no apareciera tan desagradable episodio.
Es difícil no entender el interés de nuestro hipotético personaje en que sus alumnos no sean partícipes de ese detalluelo de su pasado. Pero parece difícil justificar que ese interés deba estar por encima del derecho a la libertad de expresión, especialmente si lo que se deja escrito en internet es cierto. Así lo reconoce el propio Rallo, que asegura que no puede exigir a El País que retire ninguna información por ese motivo. En cambio, considera que no existe derecho a indexar y enlazar contenidos de otros y que por tanto se puede quitar de Google, que es la vía por la que buscamos casi todos información.
Es más, no pide a los boletines oficiales que retiren los contenidos denunciados porque tienen la obligación de tenerlos en la red. Así que los problemas causados por el Estado, que los pague Google. Qué listo.
En realidad, el derecho a enlazar contenidos de otros no es más que un caso particular del derecho a la libertad de expresión, del mismo modo que éste no deja de ser una parte del derecho de propiedad. Yo, en mi castillo, soy el rey. Del mismo modo yo, en mi web, puedo decir lo que quiera, lo cual no me da derecho a expresarme en la web de otro: su dueño tiene perfecto derecho a no publicar mis comentarios. Y dentro de ese contenido que yo mismo preparo y que publico en internet están los enlaces. Forman parte de mi expresión.
¿Qué la web a la que enlazo no quiere ser enlazada? Hay medios para impedirlo. En el caso de los buscadores, se les puede indicar mediante un protocolo bien conocido qué pueden y qué no pueden indexar. Si no quieres que te lleguen, por ejemplo, lectores de Público siempre se puede programar el sitio web de modo que no acepte visitantes que lleguen directamente de publico.es.
El derecho al olvido dejó de existir en el momento en que inventamos la escritura. Internet lo único que ha hecho es facilitar que encontremos información sobre algo o alguien, una característica por la que deberíamos dar gracias todos los días de nuestras vidas. Si nuestro hipotético director no quiere que aparezcan detalles sobre su vergonzosa excursión miccionadora no debería haberla hecho. En muchos casos, el derecho al olvido no parece más que una expresión más de la visión adolescente de la vida que nos lleva a creer que sólo tenemos derechos y ninguna responsabilidad. No estaría mal que la gente empezara a comportarse mejor ante el miedo de que sus barbaridades puedan estar ahí, en internet, toda la vida. A la falta de un incentivo mejor.