Acusar a los políticos de actuar por electoralismo viene a ser como afearles a los futbolistas que solo piensen en marcar goles: una perogrullada contra natura. De ahí que nada proceda criticar a Aznar por acordarse justo ahora, tras haber morado ocho plácidos años en La Moncloa, de que el modelo de Estado presenta ciertas taras de fábrica. Asunto, ése de las autonomías, que, por lo demás, ha devenido nuestra particular caja de Pandora. Un terreno siempre abonado para quien busque el aplauso fácil del tendido por la vía del tremendismo. Así, el eterno totum revolutum, generosamente condimentado con sal gorda y demagogia a granel, donde se juntan en abigarrado caos la factura del Estado del bienestar, su estructura territorial, vicios mil inherentes a la partitocracia, la desazón ante los nanonacionalismos periféricos y el rutinario juicio sumarísimo al sistema electoral.
Demencial mezcla de churras analíticas con merinas conceptuales que impide el más elemental rigor intelectual en el análisis de cuestión alguna. Y guirigay tras el que, en el fondo, late una fantasía ingenua, a saber, que otro régimen, centralista, hubiese logrado eludir las pulsiones secesionistas en Cataluña y el País Vasco. Enternecedora quimera ante la que conviene recordar aquello de que con la Historia se puede hacer cualquier cosa, salvo huir de ella. Y es que nunca podremos reescribir la del siglo XIX, que es donde en verdad habita el huevo de la serpiente. Se acepte o no se acepte, eso nadie lo va a cambiar. A lo sumo, pues, nos queda la conllevancia, el orteguiano atenuar los estragos más virulentos de una enfermedad crónica de muy improbable cura.
Nuestra, ésa sí, es la responsabilidad de promover un Estado eficaz y eficiente. Tesitura ante la que no resta más alternativa que recorrer el trecho que aún nos separa del genuino federalismo. Esto es, la mutación radical del Senado, convirtiéndolo en verdadera cámara territorial, a imagen y semejanza del Bundesrat alemán. Una asamblea formada en exclusiva por presidentes y consejeros autonómicos que, al modo de lo que ocurre en Berlín, socave el romo particularismo castizo, tan caro siempre al populismo provincial, haciéndolos corresponsables de los intereses comunes de la nación. Desengáñense los escépticos: el federalismo (simétrico, of course) no es problema, es la solución.