En las dos últimas semanas, las autoridades iraníes han procedido a la detención de unos setenta cristianos. Se me dirá que semejante acción no constituye una novedad y que, dentro del drama que significa la persecución generalizada que sufren los cristianos de cualquier confesión en las naciones islámicas, el episodio no tiene especial relevancia. Craso error.
La acción llevada a cabo por el Gobierno de Ahmadineyah indica que las autoridades islámicas sí que distinguen entre unos cristianos y otros y que además son conscientes de que sus ovejas, por denominarlas de alguna manera, no son impermeables al mensaje del Evangelio. En términos generales, las distintas confesiones cristianas no significan una amenaza para el monopolio islámico. La iglesia católica se conforma –y no es poco– con que le garanticen una situación en la que no quemen sus parroquias ni detengan a sus fieles. Para conseguirlo, ha aceptado en la mayoría de los casos no predicar un mensaje religioso a los musulmanes y limitar sus actividades al terreno asistencial. Eso si no se dedica a cantar las loas de Mahoma para conseguir que no asesinen a alguna monja o golpeen a un sacerdote. La obra social que realiza suele ser encomiable, pero, en términos religiosos, su peso para los musulmanes es similar al de una ONG. Las iglesias orientales – armenios, caldeos, coptos, ortodoxos... – procuran moverse en los estrechos límites que les marcaron hace siglos los gobernantes musulmanes a la espera de que no les pongan bombas como recientemente ha pasado en Irak o Egipto.
La única excepción a esa política de mera supervivencia la plantean las iglesias evangélicas. Éstas no sólo se dedican a proclamar el Evangelio a sus conciudadanos musulmanes sino que además lo están haciendo con eficacia desde hace décadas. A semejante tarea –que implica, literalmente, arriesgar la libertad e incluso la vida– contribuye el hecho de que su mensaje sea sencillo, de que no necesiten iglesias para reunirse, de que sus cultos se centran únicamente en la oración y el estudio de la Biblia y a que pueden reunirse clandestinamente por regla general en domicilios particulares. El crecimiento de los evangélicos en el mundo islámico constituye uno de los grandes fenómenos espirituales de nuestros tiempos y los dirigentes musulmanes no lo han perdido de vista aunque buena parte de la prensa occidental no se haya enterado. En el caso concreto de Irán, ha sido nada más y nada menos que el ayatollah Alí Jamenei, verdadero guardián de las esencias de la revolución islámica, el que hace unos días indicó el peligro que significaban los cristianos que se reunían en las casas y que están logrando que no pocos iraníes abandonen la fe de Mahoma para abrazar el cristianismo.
Semejante circunstancia resulta no poco inquietante porque demuestra, primero, que en un debate real el cristianismo se impone a las consignas islámicas en no pocos casos y, segundo, que esa circunstancia tiene lugar incluso cuando el que decide seguir a Jesús se juega, literalmente, la vida. La detención de esos setenta cristianos no es un aviso a navegantes sino parte de una campaña contra un enemigo al que se ve formidable. Desde luego es para mover a reflexión que, junto al poderío militar de Estados Unidos o la perseverancia nacional de Israel, el régimen de los ayatollahs crea que existe una amenaza formidable, la que constituyen los evangélicos que se reúnen en domicilios particulares. Sin embargo, no debería extrañarnos. El mismo imperio romano sabía también en el s. I lo peligrosos que podían resultar los cristianos que se congregaban en las casas.