La sacrosanta Constitución
Hemos sacralizado la Transición y la Constitución de 1978, minimizando sus errores y agrandando sus virtudes con el ánimo de hacer política. Pero ya toca un cambio que, con consenso, mejore el funcionamiento de nuestra democracia.
El advenimiento del PSOE de Zapatero al poder, allá en 2004, supuso la reaparición del mito de la II República; un mito que se había ido desvaneciendo en los últimos años como resultado de la luz aportada por los nuevos estudios sobre aquel periodo. Sin embargo, la izquierda que había salido a calle con la guerra de Irak y el Prestige resucitó la República de 1931 como anclaje histórico a su oposición al Gobierno del Partido Popular. Se trataba, decían, de las dos Españas de siempre; la España negra que mata y oculta la verdad, frente a la España que muere y sufre porque quiere la paz. Apareció entonces toda la parafernalia de la "memoria histórica", hasta aquellos momentos un tema residual, como centro de una campaña de la izquierda más radical, que el Gobierno de Zapatero hizo suya y promocionó.
El Partido Popular, entre otros, se sintió herido, e inició a su vez una campaña de crítica a la II República y de halago desmedido a la Transición y a la Constitución de 1978. Todos nos vimos envueltos en la polémica porque parecía que estaban en juego la democracia liberal y el Estado nacional cobijados por dicha Constitución. Tales eran los aliados del Gobierno de Zapatero, aquellos antisistema hoy en retroceso, como Esquerra Republicana de Cataluña, que la defensa de aquel periodo, de su espíritu y de su texto eran parte de la defensa de algo superior, de la España democrática que habíamos conocido. Pero nos equivocamos a medias.
La sacralización de la Constitución y de la Transición, de su ánimo conciliador más bien, ha sido devastadora, y ahora lo estamos pagando. La consecuencia de años de propaganda y vida política es que se ha incrustado en la mayor parte de la sociedad española la inmutabilidad del texto de 1978, su lazo vital con la democracia y la unidad de España. El cambio, por tanto, se antoja harto complicado. La opinión pública siempre ha ido más lenta que las intenciones, proyectos y palabras de los políticos y de los intelectuales en general. "Fuera de la Constitución no hay nada", se ha dicho hasta la saciedad. Y ahora que la crisis económica ha demostrado el mal engranaje del Estado, y que la intervención de la Unión Europea parece inevitable, el movimiento de la opinión a favor de una reforma constitucional se muestra una misión si no imposible, sí lenta y laboriosa.
Ninguno de los dos grandes partidos españoles se atreve a enfrentarse al electorado esgrimiendo un cambio constitucional. Temen que los partidos regionalistas y nacionalistas, que son los más beneficiados de la hegemonía de las Cortes sobre los poderes del Estado, y de un Título VIII que consagra la continua redefinición de las competencias estatales y autonómicas, les nieguen su apoyo en la competencia que mantienen con el partido contrario. El PP teme que se le tilde de involucionista, y el PSOE de alentador del separatismo, lo que les haría perder votos a ambos.
La Constitución se ha convertido en algo intocable; salvo cuando en 1992 se cambió para ampliar el derecho de voto. Pero ni siquiera se ha tocado en lo referido a la sucesión a la Corona, que da prelación al varón sobre la hembra, lo que es claramente contradictorio con la igualdad establecida por el texto constitucional y con el mismo devenir y sentir de la sociedad actual.
Hemos sacralizado la Transición y la Constitución de 1978, minimizando sus errores y agrandando sus virtudes con el ánimo de hacer política. Pero ya toca un cambio que, con consenso, mejore el funcionamiento de nuestra democracia y arrincone los terribles defectos que nos mostrado ridículos al exterior y débiles ante la crisis económica. Me refiero a abordar temas tan elementales como una verdadera separación de poderes, una descentralización eficaz, barata, homogénea y cerrada, y una ley electoral más justa.
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