Igual que los esforzados enanitos de Blancanieves, también ETA dispone de siete devotos admiradores prestos a librarla de todo mal, aunque no moran en un claro del bosque sino en el muy turbio banquillo de la Real Sociedad de San Sebastián. Trátase de siete pequeños colaboracionistas con su régimen de terror que responden por Imanol Agirretxe, Jon Ansotegi, Mikel González, Mikel Labaka, Eñaut Zubikarai, Markel Bergara y Mikel Aranburu. Según parece, esos siete zagales vinieron al mundo a dar patadas, ora a un balón de fútbol, ora a la memoria de los cerca de mil asesinados que el objeto de sus desvelos ha dejado tendidos en las cunetas de la memoria.
Tal que así, los siete magníficos de Anoeta han dado en hacernos sabedores de cómo sus atormentadas almas sufren por los presos. Siempre, huelga decir, que los internos comulguen con el hacha y la serpiente. Y es que la suerte del resto de los criminales resulta por entero ajena a tantas congojas y pesares. Pues solo quien haya matado a un semejante en nombre de Euskal Herría dispone de un rinconcito en sus afligidos corazones. Unos corazones que se encogen frente a un régimen penitenciario "que tiene la crueldad como base", según predica el escrito que acaban de rubricar al alimón. Perversidad cuyo fin sería "destruirlos [a los etarras] para golpear así de lleno a la sociedad vasca", como igual refieren ahí los émulos de Mudito, Gruñón, Estornudo, Tímido, Sabio, Feliz y Dormilón.
Por lo demás, la única duda razonable que plantea el caso es discernir si nos hallamos ante siete cobardes o ante siete miserables. Sin que proceda descartar la hipótesis más verosímil, esto es, que concurran las dos circunstancias a un tiempo. Lo explicó mejor que nadie Sebastian Haffner en Memorias de un alemán. Al principio, la población se prestaba a colaborar por simple miedo. Aplaudían, coreaban las consignas y denunciaban a sus vecinos solo con tal de ponerse ellos a salvo. Al principio, era así. Pero, con el tiempo, ninguno soportaba la vergüenza al contemplarse la cara en el espejo cada mañana. Por eso, todos acababan sucumbiendo a la doctrina del partido. Para poder absolverse a sí mismos. ¿Cuándo, por cierto, las Memorias de un vasco?
Nota bene:
No hay quinto malo, pero sí octavo ruin. De ahí que, en el instante de editar esta columna, irrumpiese en la lista un David Zurutuza que no merece sea alterada ni una coma de lo dicho.