El caos aéreo en el que se sumió España tras el abandono de los controladores de sus puestos de trabajo tiene numerosos aspectos negativos que destapan una sociedad en descomposición. Unos piensan que lo peor de esta historia ha sido comprobar cómo un grupo de privilegiados trabajadores puede poner en jaque a toda una sociedad. Otros creen que lo peor es la constatación de que el Gobierno no ha sido capaz de solucionar un problema por la vía del diálogo. Muchos entienden que la declaración de un estado de alarma y la militarización de un sector son lo más escalofriante de esta pesadilla. También hay quien ve en las pérdidas millonarias la parte más oscura de este conflicto entre Aena y una parte de sus empleados. Y no falta quien piensa que los cientos de miles de afectados que se quedaron sin unas anheladas vacaciones o sin estar cerca de sus seres queridos son lo más triste del episodio.
A todos estos candidatos a ser lo peor de la crisis aérea yo añadiría uno que creo que merece competir por el dudoso honor de encabezar la lista. Se trata de la reacción del movimiento radical ecologista, liderado por Greenpeace. Los guerreros del arco iris vieron "positivo" que los españoles se quedaran tirados –aunque dicen que no llegaron a alegrarse– porque eso significaba que se emitieron "menos gases de efecto invernadero", dado que los aviones no volaron y no pudieron por lo tanto emitir CO2.
Estos activistas no sólo parecen haber perdido totalmente la empatía por los demás seres humanos sino que han perdido el contacto con la realidad. Dicen que lo "positivo" del cierre del tráfico aéreo es que esos días los cielos estarían "un poco más limpios" por esa menor emisión de gases de efecto invernadero. Los cielos no están ni más ni menos limpio por el hecho de que se emita más CO2. Hablamos de un gas que ni se ve ni mancha ni huele ni es tóxico. Podríamos discutir si el planeta estaría infinitesimalmente un poco más frío si los aviones se mantienen en tierra, pero mezclar CO2 con contaminación y la limpieza de los cielos es otro de los timos a los que nos tienen acostumbrados este grupo de histéricos enemigos del desarrollo.
Greenpeace lleva años atacando al sector aeronáutico. No parecen interesarles los diversos estudios que prueban que las emisiones de la aviación moderna, por persona y kilómetro recorrido, son de las menores del transporte ni que el sector haya rebajado –sin necesidad de los sistemas de racionamiento que tanto gustan a estos verdes– más de un 20% de sus emisiones de CO2 en los últimos años. Lo único que parece interesarles a estos activistas que no dudan en desplazarse en avión para desarrollar sus campañas es tergiversar, retorcer datos y aprovechar cada suceso para pedir más restricciones a las actividades económicas sin pararse a pensar que el fin de esas actividades que quieren prohibir o limitar es la mejora del medio ambiente en el que viven los seres humanos. Es por eso que tampoco entienden que el medio ambiente no haya parado de mejorar allí donde se ha producido un sostenido desarrollo económico.
El ecologismo radical se ha convertido en una extraña secta que ve positivos sucesos tan dolorosos como las recesiones económicas o los cierres del espacio aéreo y no encuentra nada positivo en que según la NASA llevemos 10 años sin calentamiento global mientras el mundo ha seguido desarrollándose y emitiendo más CO2. Algún día nuestros nietos mirarán atrás y se preguntarán cómo fue posible que un movimiento como éste se desarrollara y tuviera la más mínima aceptación social en la era del conocimiento y la información.