En La Luna hablan catalán
Uno se prestaría más que gustoso a cederle su plaza de catalán al presidente. Pues, siendo viable la transacción, he de admitir que solo vería beneficios para mí en ese negocio.
El presidente Zapatero, según parece varón oriundo de una pequeña pedanía de la provincia de León llamada Valladolid, se ha confesado predispuesto a adoptar la triple nacionalidad, haciéndose catalán. Íntimo anhelo, ése, que acaba de revelar a una fervorosa tropa leridana convocada al efecto. "No tendría ningún problema en ser de aquí", dicen que les dijo. A uno, por su parte, le ocurre algo muy parecido: tampoco tendría ningún problema en dejar de ser de aquí. Al cabo, lo bueno de ostentar la vecindad civil catalana es que concede el privilegio de poder ser español. Así las cosas, uno se prestaría más que gustoso a cederle su plaza de catalán al presidente. Pues, siendo viable la transacción, he de admitir que solo vería beneficios para mí en ese negocio.
Al menos, deviniendo castellano-leonés no tendría que sufrir vergüenza propia y ajena ante ciertos jadeos, corrimientos y competidas disputas entre rameras, Dios sabe si fingidos o genuinos. Es lástima, y grande, que permuta tan óptima resulte metafísicamente imposible de llevar a la práctica. Y ello por una razón bien simple: Zapatero no puede hacerse catalán porque, aunque él aún lo ignore, ya lo es. Y no de adopción, por cierto, sino de nacimiento. Al respecto, ha sido el escritor Jordi Soler, un hijo pródigo del exilio mejicano, quien, tras interminable querella bizantina, nos ha aclarado, al fin, qué es eso de ser catalán.
"Yo soy hijo de una familia barcelonesa que emigró a Veracruz, México, donde ser catalán consistía en sumar un ramillete de variables tales como llamarme Jordi, oír a Joan Manuel Serrat, seguir los resultados del Barça en el periódico, cantar el Sol solet y el Cargol treu banya, comer butifarras, beber un horrible vino importado del Penedès y hablar catalán, una lengua que, en aquella selva mexicana donde nací, nos dotaba de un lustre exótico", escribiría el hombre. Sin embargo, fue tras "volver" a casa cuando descubrió perplejo que aquella Cataluña imaginada e imaginaria donde él había crecido resultaba ser mucho más real que ésa otra de la que hablan todos los políticos catalanistas, sin excepción. "La mía estaba asentada en Veracruz. La de ellos, en La Luna", concluía Soler. ¿Cómo, entonces, no iba a ser catalán Zapatero? Más que nadie.
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