Maternal o paternal
El socialismo tiene la necesidad perentoria de mostrar que las mujeres son víctimas, a fin de presentarse como el único dispuesto a compensarlas y hacerles justicia. De modo que una estupidez desde el punto de vista racional resulta una astucia política.
Tras siete años en el Gobierno, los socialistas se han percatado de la existencia de una violación flagrante del mandato constitucional... en el orden de los apellidos. Respetuosos como son con todos los preceptos de la Carta Magna –sin olvidar las sentencias de su intérprete– se han puesto seriamente al trabajo para liquidar los restos de una intolerable prevalencia: la del apellido paterno. Tan grave discriminación de la mujer se le había pasado desapercibida al PSOE durante la larga era del locuaz González y hubo de ser el conservador Aznar quien permitiera elegir a los padres entre el apellido materno y el paterno al registrar a sus hijos. Sin embargo, cuando los progenitores disentían, los niños tenían que apechugar con el del padre, por decreto. Era ése un suceso infrecuente, pero no por ello menos ofensivo. Así que se ha pergeñado un proyecto en el que, en caso de discordia, el orden lo decidirá el alfabeto.
El asunto parecerá baladí a algunas mentes retrógradas, ignorantes de que en materia de apellidos el orden de los factores sí altera el producto. Tras la primacía del paterno se encuentra el horror de una sociedad machista y patriarcal. En cambio, el alfabeto y la moneda al aire –otra idea en estudio– abren la puerta al paraíso de la igualdad de hombres y mujeres. ¿Cómo no habíamos caído antes? Dirán los recalcitrantes que la igualdad ante la ley ya existe, que era posible relegar el apellido paterno al segundo puesto y que la propuesta es tan innecesaria como necia. Pero se equivocarían. El socialismo tiene la necesidad perentoria de mostrar que las mujeres son víctimas, a fin de presentarse como el único dispuesto a compensarlas y hacerles justicia. De modo que una estupidez desde el punto de vista racional resulta una astucia política.
Más allá, no obstante, de ese oportunismo de manual, visible en la espectacularidad de que han rodeado la propuesta, estamos ante la conducta típica de una izquierda que ha pasado a nutrir su ideario de políticas identitarias. El sexo, la orientación sexual y la raza se erigen en elementos definitorios de la persona y sirven para delimitar grupos de víctimas que precisan de un trato preferente. Y, por supuesto, nunca deja de aumentar el catálogo de agravios que deben de corregirse. Todos requerirán atención y soluciones políticas y, en suma, la intervención taumatúrgica del Gobierno, llámese paternal o maternal.
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