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Cristina Losada

USA, amor y odio

El mismo pueblo que era un portento de progresismo y modernidad cuando eligió al primer presidente afroamericano, se ha transformado ahora en un hatajo de fanáticos ultraconservadores sin remedio.

España es un país cuya opinión pública –y casi toda la publicada– muestra, tradicionalmente, un rotundo sesgo anti-americano. Sin embargo, ¡ay!, no cesa de mirar hacia los Estados Unidos, sea con secreta admiración o, las más de las veces, con notorio espanto. Tal vez son ambas actitudes las dos caras de una misma moneda, como sugiere Revel en La obsesión antiamericana. Europa, en general, padece ese trastorno de amor-odio en su relación con la principal democracia y ya única gran potencia del mundo. Tras el odio a Bush, llegó el enamoramiento con Obama. Ahí tuvimos el intento socialista de "obamizar" a Zapatero, incluso –o sobre todo– en la minucia personal: dos hijas, igual signo del zodíaco, la afición al baloncesto y, cómo no, el "progresismo", padre de todas las batallas planetarias. Y a idéntica tentación cedió el PP, que se apresuró a colocar en su firmamento al nuevo astro. Todo ello, cuando su estrella estaba en alza. Aún no había pisado el Despacho Oval y era el líder mejor valorado del orbe.

Dos años después, aquel salvador de la humanidad ha recibido un guantazo histórico en las urnas y sus veneradores españoles no saben cómo explicarlo. No saben cómo explicarlo sin desenterrar, de nuevo, el antiamericanismo que, por un tiempo, sepultaron bajo la ilusión de que Obama, en el fondo, era tan antiamericano como ellos. Y no es que hayan renunciado a esa fantasía, sino que vuelven al estereotipo de siempre. Así, concluimos al escucharles, el mismo pueblo que era un portento de progresismo y modernidad cuando eligió al primer presidente afroamericano, se ha transformado ahora en un hatajo de fanáticos ultraconservadores sin remedio. No hay manera de entender cómo ha ocurrido tamaña mutación en un período tan breve, pero, ante todo, no pidamos consistencia a quienes abordan la realidad desde pulsiones ideológicas hirvientes.

La vitalidad de la democracia americana, que es la vitalidad de su sociedad civil, su capacidad para aprender de la experiencia, corregir errores y generar contrapesos al poder, resultan aquí fenómenos extraños. En vano se los intentará introducir en los esquemas simplistas y maniqueos al uso. Pero no hay nada que hacer. Nos separa mucho más que un océano. Y es que tan raros son los ciudadanos de EEUU que, en lugar de creer en los Gobiernos, creen en ellos mismos.

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