El increíble hombre normal acaba de repudiar al Tripartito, bienamado hijo putativo hasta hace apenas cinco minutos, con el estupefaciente argumento de que no modificará "sus principios a cambio de ser investido". Una renuncia aparente al marxismo que siempre ha inspirado la praxis del PSC, el de Groucho –"Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros"–, que llama a alguna perplejidad lógica. Pues, si José Montilla se dice incapaz de prostituir sus muy hondas convicciones conchabándose con ERC y los restos del PSUC, ¿nos está confesando que pasó por encima de ellas hace cuatro años a cambio del poder, como bien le han recordado en El País?
A fin de cuentas, Puigcercós y su tropa resultaban ser tan arriscados irredentistas entonces como hoy. Y otro tanto procede certificar de Iniciativa, la tercera pata del banco. Aunque, contorsiones retóricas al margen, la razón de tan repentina liturgia fúnebre obedece a una causa de lo más prosaico: la consabida de la zorra que pretende verdes las uvas cuando le resultan inalcanzables en la parra. Y es que la debacle de la izquierda nacionalista, o sea de la izquierda toda, podría alcanzar dimensiones apocalípticas el próximo 28 de noviembre. La suya es la crónica de un desastre anunciado tras el que se esconde una paradoja desconcertante, a saber, la causa última de su fracaso no será otra que su propio éxito.
Repárese al respecto en que los socialistas han logrado en seis años al frente de la Generalidad lo que no consiguió Pujol durante casi un cuarto de siglo: legitimar socialmente el independentismo e integrarlo en el canon de la corrección política. Así, el viejo tabú secular del catalanismo, la separación de España que yace implícita en su doctrina, merced a Montilla se ha convertido una convención civil de buen tono, otro sobreentendido más, como ser del Barça, gustar de los "calçots" a la brasa o comprar libros de Andreu Buenafuente por San Jordi. Que de ahí el colapso electoral de la Esquerra, ése que le auguran todos los sondeos. Nada extraño si se repara en que ha sido desposeída de su principal seña de identidad, si no la única: el monopolio de la retórica secesionista, ahora prosaico lugar común del discurso público. De tales principios, tales finales.